¿Era Lenin un perverso? // Oscar Ariel Cabezas y Miguel Valderrama


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A cien años de la Revolución Rusa, Oscar Ariel Cabezas y Miguel Valderrama interrogan el espesor interpretativo del revolucionario más celebre del siglo veinte. Este es el primer episodio de una serie de cinco conversaciones que giran en torno a la crítica del leninismo y sus posibilidades dentro de un universo académico y teórico más bien hostil a la figura de Lenin. El teórico y el estratega de la revolución bolchevique parece ser un perro muerto, un cadáver en descomposición acelerada y, sin embargo, hay en la estela de su archivo y de máquinas de lectura que resonaron tanto en Europa como en América Latina una especie de resto indivisible que permite pensar en que hay más de un fantasma de Lenin. Una multiplicidad de fantasmas de Lenin conforman hoy el punto ciego de lo que aún queda o resta por pensar en torno al legado o des-legado del calvo más celebre de las revoluciones del siglo veinte. En este primer episodio Valderrama y Cabezas repiten la pregunta de Oscar Del Barco —¿Era Lenin un perverso?— para abrir una discusión sobre las posibilidades o imposibilidades de repetir hoy a Lenin.
Miguel Valderrama: ¿Era Lenin un perverso? La pregunta sirve de título a una de las numerosas intervenciones que Oscar del Barco realizó sobre Lenin y el leninismo a comienzos de la década de los ochenta del siglo pasado. Intervenciones polémicas, apasionadas, valientes, y que tuvieron por corolario el Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninista. Libro publicado en Puebla, en 1980, y que nosotros, sin duda, no podemos leer sin pensar en las Cuestiones de teoría marxista publicadas por Tomás Moulian ese mismo año en Santiago de Chile. El título de la intervención de Del Barco en realidad es de autoría de la dirección de la revista mexicana El machete, lugar donde apareció originalmente el artículo en 1980. Un título de marca leninista, en donde bajo traducción freudiana se interroga no solo por la posibilidad de analizar a Lenin, sino por el hecho mismo de que Lenin sea analizable.  ¿Lenin un perverso? Ni del Barco, ni Moulian tenían en mente esta pregunta, aun cuando podría decirse que la circundaban ciegamente. Y es que no es errado asociar a Lenin a la perversión. No, al menos, si atendemos a la compleja lógica de la lectura a que invita la palabra. Corrupción, maldad, transgresión, desvío, crueldad, mal radical, son algunas de las significaciones que suelen venir a la memoria al momento de hablar de una figura que no deja de multiplicarse. De igual modo, desde Kant y Freud se acostumbra observar que la predisposición a la perversión no es algo raro y especial, sino una parte de la constitución normal del sujeto. Kant la reconoce habitando en las amistades más estrechas, incluso ahí donde un sincero querer no excluye sin embargo el reparo de que “en el infortunio de nuestros mejores amigos, hay algo que no nos es del todo displacentero”. Freud describe la sexualidad infantil como “disposición perversa polimorfa”, y a través de esta descripción parece desplazarse a una definición de la sexualidad humana como perversa, en la medida en que nunca se desprende de sus orígenes, que le hacen buscar la satisfacción, no en una actividad específica, sino en la ganancia de placer. Refiero de entrada estas dos fuentes de la lectura leninista que se anuncian en el título de Del Barco, pues creo advertir en ellas no solo la superficie imantada sobre la que han girado las relecturas de Lenin en América Latina en el siglo pasado, sino porque de algún modo es posible observar que la “reactivación”, el “retorno” o la “repetición” de Lenin que tiene lugar en nuestros días se organiza nuevamente a partir de la pregunta por la perversidad leninista.
Oscar Ariel Cabezas: El texto de Del Barco que citas es anterior a On The Edge of The New Century (2000) en el que Eric Hobsbawn sitúa como punto de partida del siglo veinte el año del triunfo de la Revolución Rusa. 1917 es, así, la data desde la que emerge el siglo veinte. Es el gran acontecimiento que cambia la historia y que al mismo tiempo la autodetermina como el lugar de las “verdades” de la concepción moderna de la emancipación. Lenin aparece en la escena mundial como un genio de la táctica y las estrategias para conquistar, por asalto, el Palacio de Invierno.  En medio de las urgencias de un presente cargado de ahora, Lenin, el héroe intelectual y militante de la epopeya del pueblo ruso, coincide con la realización del sueño de la razón, con sus desvíos y su terror. El sueño del marxismo realizado por el partido de los bolcheviques engendrará la ilusión del avance hacia la perfectibilidad de lo humano por lo humano. Pero en la máxima de la célebre frase de Goya con la que comienza Del Barco, el “sueño de la razón engendra monstruo”, Lenin no solo se halla desmitificado como héroe de la más importante de las epopeyas del siglo veinte. Toda la monstruosidad del acontecimiento bolchevique, traicionado para lectores como Del Barco, no podría jamás evadir la verdad histórica de que el partido de Lenin dividió el globo en los poderes imperiales que Carl Schmitt conceptualizó como nomos de la tierra. La transformación de la URSS en un super-poder tecnológico y militar causante de los campos de concentración y de los horrores de la violencia de un Estado asesino es lo que Del Barco lee en la perversión de Lenin.  Pero leído desde hoy y bajo la sospecha de que el leninismo no es más que un conjunto de libros que aún permanecen en los anaqueles de despistados militantes o postmilitantes, la pregunta formulaica, si era o no Lenin un perverso, encierra una máquina de lectura que devuelve el cuerpo muerto del revolucionario ruso al pasado de su perversión. El engendro monstruoso de ese sueño de hierro, de industrialización forzada del campo, de burocratización extrema, de ilustración mezquina y elitista compuso la historia del desarrollismo estatalizado de la URSS y su correlato en la promesa emancipadora del fin de la explotación capitalista.  Si bien esta es una lectura que permite hablar del fracaso del proyecto socialista habría que aún salvar, restarse, sustraer cierto leninismo póstumo, a la idea de que Lenin es un perro muerto que hay que olvidar. ¿No habrá algo que olvida Del Barco en su violenta destrucción de Lenin? Mientras Del Barco pone en marcha su máquina de lectura, localizada en los ochenta, Ronald Reagan inaugura en Centroamérica uno de lo peores genocidios bajo la idea de que la URSS es “The Evil Empire” (1983) y el comunismo el alma diabólica que el lado no oscuro de la fuerza debe, por todos los medios, derrotar. El genocidio en Centroamérica y el triunfo de la Revolución Sandinista es el contexto en el que la crítica da ese Lenin ilustrado y desarrollista es soslayada por el, sin duda, magnífico libro de Del Barco.  Este olvido es también el olvido de que el partido de los bolcheviques transformó la historia de un pueblo que estaba destinado a ser el granero del mundo en una superpotencia imperial.  Pero Del Barco es honesto en su crítica y en el rigor con que desmitifica a Lenin, pues nos descifra que en nombre del socialismo el líder del bolchevismo y el estalinismo produjeron gran parte de los horrores del siglo veinte con  la “Vida como absoluto”. En nombre de la vida como tal, de la vida misma, el principio desmitificador pasa por alto que el horror del siglo veinte fue generado por la fuerza nómica de la URSS y la de EEUU. Para Del Barco el escenario de las vanguardias militantes de Lenin y sus efectos en el leninismo no es otro que el arte de dar la muerte en nombre de los “sueños de la razón”.  Esto es lo que hace perversa la lectura de Del Barco, pues inclina su crítica a Lenin desde la “razón crítica” destruyendo con ello todos los lugares textuales del leninismo y, así, demonizándolo hasta el punto que no habría retorno a los grafemas que Lenin legó a quienes se aventuren a pensar con ellos y en ellos.  En la crítica de Del Barco a Lenin no hay retorno. ¿Cuál es el costo de esta perversión que deniega del retorno? No me atrevería a decir que Del Barco queda del lado de la filosofía de Reagan y su lectura de la URSS como “imperio del mal”. No obstante, es posible decir que su intento radical por destruir la figura y el legado del leninismo hipostasia la condición ilustrada arrojándola al “mal radical”. En Del Barco no es posible imaginar un Lenin herético, por ejemplo, como el que imaginará el pensador chileno Tomás Moulian. En el autor de “¿Era Lenin un perverso?” el legado del leninismo queda radicalmente obliterado por la crítica de Del Barco a teoría ilustrada de Lenin y su concepción del partido. No tengo dudas de que Moulian suscribiría, posiblemente, no solo todas las críticas que hace Del Barco a Lenin y a la metafísica desde la que se irguió el capitalismo del Estado patriarcal de la URSS, sino también la sospecha de que la santificación de Lenin es algo que el pensamiento debe resistir; el texto de Moulian comparte con Del Barco la desmitificación de la figura de Lenin. Pero, a diferencia del pensador argentino, Moulian explica y critica el mito de Lenin como obra de la estalinización del partido bolchevique.  Mientras que Del Barco considera que Lenin nunca dejó de ser un discípulo de Karl Kautsky y de la violencia ilustrada, Moulian lee en Lenin el lugar del desvío de las ortodoxias kautskyanas. En relación a un pensamiento herético la lectura de Moulian es más parecida a la idea que tiene Gramsci de Lenin que al extremismo demonizador de Del Barco.  La sensibilidad de Moulian, opuesta a toda forma de desencanto teórico-político, le hace interesarse por el  Lenin analista de la política, es decir, por el Lenin que analiza correlaciones de fuerzas y, así, calcula posibilidades políticas en una situación que requiere del desvió y de la pasión por el análisis. Moulian está interesado en algo que a Del Barco —probablemente radicalizado por el desencanto y por una rigurosa filosofía “anti-ilustrada”— le ha dejado de interesar a comienzo de los ochenta, esto es, repetir el gesto y el impulso del analista político que hay en Lenin. En el  ensayo que mencionas, compilado tres años después en su libro Democracia y socialismo en Chile (1983), Moulian logra captar lo que podríamos llamar  la verdad de la perversión leninista, es decir, su agencia en los movimientos políticos con la potencia de impulsar —al igual que lo hicieron los bolcheviques— un nuevo comienzo. En una estela de pensamiento muy similar a la de Moulian, el artículo de Javier Lieja Lenin o como recomenzar (1979), dice que “Lenin no tiene nada de monolítico ni sagrado; por el contrario, es la figura abstracta y necesariamente inacabada…” con la que el pensamiento de la política debe entrar en relación. Como perverso lector de Lenin, traductor de Walter Benjamin, lector de Martin Heidegger y filósofo orillero nacido en Ecuador, Lieja no duda en trabajar el nuevo comienzo a partir de una figura que evoca desde la praxis de la política. La política no es la figuración de un santo, sino desfiguración de todo orden santoral. Por eso, para Lieja, como para Moulian, el leninismo no es la topología textográfica desde donde demonizar al “Imperio del Mal”, sino más bien, el topos inacabado de lo que el pensamiento político debe inventar.
MV: Una máquina de lectura, un conjunto de libros, un archivo sin duda, también en eso se ha transformado la obra de Lenin. Eduardo Sabrovsky, en un texto leído hace un par de años en el Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales, proponía una “lectura deconstructiva” del archivo Lenin. Un “archivo olvidado”, que en palabras de Sabrovsky demandaba de la izquierda una lectura deconstructiva, “atenta a lo que se suele llamar la materialidad del significante”, “la manera como lo real-histórico deja su huella incluso cuando, a nivel de su significado explícito, el discurso intenta, por su propia naturaleza, digerir y negar tal materialidad, imponiéndole una forma, un sentido” (Lenin, el archivo olvidado). Sin esta lectura, concluía Sabrovsky, la izquierda es nada, tanto política como intelectualmente. Y sin embargo, cabe preguntarse si este recurso al “archivo”, a las “topologías textográficas”, a las “máquinas de lectura”, permite en realidad avanzar un paso en la pregunta que se apuntaba en el título del artículo de Oscar Del Barco. ¿Era Lenin un perverso? La pregunta reconduce el análisis a los problemas que conlleva pensar juntos perversión y política. En cierto sentido, confunde las cartas, reorganiza los paralelismos, da lugar a otras escenas, a otros cuestionamientos. ¡Sade entra en escena! ¡Kant con Sade!, se apresurará a recordar algún lector o lectora de Jacques Lacan.  Y sí, sin duda, no es posible referirse a la perversión sin pensar en la figura histórica y literaria del “divino marqués”. La monstruosidad, la desmesura, lo sublime y la abyección, son atributos que Lenin parece compartir con Sade. Sin embargo, antes de atrevernos a sondear lo que puede ser esa historia de perversos, quisiera detenerme un momento más en lo que la pregunta por la perversidad de Lenin parece prometer al análisis como problema primero. En otras palabras, hay en esa pregunta otra pregunta, la perversión de otra pregunta, de otra vuelta o reversión capaz de hacer entrar en catástrofe la estructura de la pregunta misma, las líneas de contención y trayectoria que la problemática ofrece como objeto y posibilidad a la lectura. Y no es solo que la pregunta por la perversidad de Lenin ponga entre paréntesis la lógica contextual necesaria a toda lectura historicista de Lenin, no es solo que el rostro fijo de la perversión termine por hacernos preguntar finalmente ¿dónde está Lenin? La cuestión del archivo, del mal de archivo, no se plantea aquí como una cuestión primera. Por el contrario, aquello que parece desvelarse en la pregunta por la perversidad leninista no es otra cosa que la pregunta por la posibilidad de leer a Lenin, de analizarlo realmente, de someterlo a una estructura de análisis archivológica o historicista. Bajo esta óptica, el archivo Lenin deviene irrepresentable, anarchivable, inenarrable. Si la perversión es el nombre de un problema antes que una respuesta, lo es por lo que despunta como irrepresentable en su representación. De ahí que ante los envites de lectura de Sabrovsky, Del Barco, Moulian o Echeverría, cabría advertir de la necesidad primera que la izquierda tiene de arreglar cuentas con la perversión, con las metamorfosis del deseo perverso, que es también deseo de lectura y representación. Este giro anti-representacional en la lectura de Lenin debería precavernos de leer algo más y algo menos que un laberinto en el laberinto archivológico en que se ha transformado el archivo Lenin.  
OAC: No importa desde dónde la enunciemos, la palabra archivo encierra los nombres de la historia consumada por la violencia ilustrada de la modernidad. La frase de Benjamin, aunque hoy devenida en cliché académico, de que no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo de barbarie corrobora que las tonalidades del archivo, sus acentos, sus modos de circulación, están alojados en las tramas de la violencia. Por un lado, sus modos de existencia censurados, su inconfesa, desacreditada o legitimada relación con la fabricación de la muerte constituyen el lugar desde donde interpelar un saber como expresión del poder sobre los cuerpos. Por otro, el archivo es también el lugar desde donde se pueden nominar aquellos cuerpos a los que los nombres de la historia de los vencedores el poder sepultó.  En esta trama Lenin es la nominación de un saber del archivo como nombre de la historia del poder y también — no debemos olvidarlo— el de un contrapoder cuya traza histórica está dada por el triunfo de la Revolución Rusa. El Lenin analista de la política, de las coyunturas y las contingencias es, sin duda, el Lenin de las pulsiones contra el poder de los zares. Es el Lenin, por decirlo así, capaz de ofrecer la desmantelación de las instituciones edípicas.  Este no es el Lenin de Del Barco, es decir, no es el Lenin entregado a la metafísica ilustrada de conformación del archivo como puro documento de barbarie. En ese laberinto archivológico la pregunta sobre el archivo es también la pregunta contemporánea del cómo escapar a la monumentalización de estos y, por lo tanto a la facilidad del archivo como fetiche pactado con el poder. ¿Puede el archivo transformarse en un contra-poder? ¿Puede el devenir perverso del deseo subvertir las redes del poder y de los tejidos políticos del orden? En la referencia lacaniana que haces a Kant y Sade es posible pensar la perversión como topología en la que ocurren “contravenciones” a la ley, es decir, lugares antinómicos o conductas antijurídicas y, así, lugares de una contra-ley. Si pensamos en el deseo como topología en la que se corrobora la hipótesis de Lacan de que la perversión es a Sade lo que el imperativo moral es a Kant, las contravenciones, la contra-ley es indisociable del espacio de regulación del deseo y de la perversión como deseo. En esta identificación entre la ley y lo que la contradice o la transgrede no solo estaría en juego la ley del cuerpo teórico y del archivo leninista como deseo por desprogramar la monarquía zarista, sino también la distancia de la tradicional idea de que la perversión es el desvío de la norma (sexual) y el rompimiento con las leyes de la moralidad. ¿Con qué leyes rompe Lenin? ¿Cuál es el núcleo de su perversión política? Sabemos que Lacan es quien desplaza la idea tradicional de la perversión como apertura al “mal moral” en que, por ejemplo, habría devenido el imperio de los Romanov. Si esta apertura perversa fuera la llave maestra para abrir la puerta de salida de la habitación del zar, la salida leninista se habría orientado, como pulsión patológica, a la “felicidad en el mal” y no a la destrucción política del imperio ruso.  La perversión en Lenin es de tipo político y no sigue la estela de la felicidad del mal. Por eso, quizás tu intuición de poner en marcha una máquina de lectura perversa está más cerca de un Lenin lacanizado, un Lenin leído lacanianamente, puesto que la perversión será vinculada por Lacan al imperativo de goce.  En principio, la política como goce perverso es en Lenin política de una pasión atea, sin dios, sin onto-teo-logia; pasión destructiva por el orden sacrosanto de los Romanov.  La pregunta que debemos hacernos aquí es la siguiente: ¿Es la perversión política de Lenin una perversión ética? Desde un punto de vista lacaniano, en su Ethics of the Real (2000),  Alenka Zupancic nos recuerda que, la moralidad kantiana es una demanda imposible en la que “reconocemos la topología de nuestros deseos”. Atada al deseo, esta forma de entender la moral no solo hace del imperativo kantiano una revolución; además, vuelve también compleja la idea de que la perversión sádica pueda pensarse en términos de un sujeto que supera o destruye las leyes del orden (sexual y político). En el sádico perverso la transgresión no tiene lugar como hito excepcional ni como superación o destrucción de la ley. ¿Es Lenin un sádico? Si Lenin es enmarcable en el cuadro de los síntomas de un sádico su laberinto archivológico no tiene más interés que el del archivo por el archivo. En una época en que su legado es considerado el de un perro muerto o, peor que eso, el mal del retorno a lo que debería estar bien sepultado el legado de Lenin no puede ser simplemente reducido al de un perverso sin transvaloración de los valores tradicionales que representaba el zarismo. En la medida que la transgresión perversa no es necesariamente una transvaloración de la diagramación del deseo por el orden tradicional, Lenin sería alguien mucho “peor” mucho más “malo” que un sadeano. El perverso sádico confirma el orden moral y aunque puede llevarlo a su límite en la fórmula de Lacan no es exactamente un destructor. El sádico pone a funcionar la perversión como un ciclo vicioso en el que lo anómico complementa y confirma lo nómico. En  esta dialéctica de la no-ley y ley moral no se avecina la novedad como nuevo comienzo de la historia, es decir, no hay destrucción de las convenciones morales, sino más bien, sustitución o inversión dialéctica de estas. Pero no hay destrucción. En su celebre Lenin. Una biografía (2001) — prologada en su versión castellana por Manuel Vázquez Montalbán— Robert Service comenta que no fue hasta 1991 que se tuvo acceso al archivo del calvo. A partir de la apertura de este archivo Service afirma casi en un registro de interpretación sadeana que a Lenin “[l]e impulsaba más la pasión destructora que el amor por el proletariado”.  ¿Pero que sería esta pasión destructora sin el desvío perverso de la afirmación de la dictadura del proletariado? Un vulgar criminal cuya posición en el mundo habría sido la del terror por el terror. Que la destrucción no tome lugar como acontecimiento es, quizá, el límite de la perversión sadeana puesto que ésta se halla más bien ligada a la topología del deseo por el cuerpo del otro como deseo sexual. En  el  otro calculado por la perversión sadeana se consuma el goce (sexual) sin destrucción del orden y esto no deja de abrir una posibilidad y, al mismo tiempo, rayar el límite. En cambio, la perversión del orden de la ley es aún mayor que la perversión sadeana ya que puede contener lo sádico como momento libidinal de su corroboración. Sin destrucción del espacio de la economía del deseo del orden tradicional el momento sádico, su dialéctica entre la no-ley y la ley, no es más que la formalización del goce. En otras palabras, la no-ley, la negatividad como goce, es todavía la ley del orden. Por eso, en su Sade avec Kant (1966) Lacan dirá que Sade “se detuvo…en el punto en que se anuda el deseo a la ley”. Si esto es así, la transgresión sadeana corrobora que en la apología del derecho “delictivo” al uso del cuerpo del otro el “Ser supremo queda restaurado en el Maleficio”, es decir, no hay destrucción o superación de la ley, sino más bien, restauración, restitución y, me atrevo a decir, confirmación del deseo de poder como límite del límite de la pulsión sádica. La transgresión de la ley es el “límite” de Sade. Pero no es menos cierto que el límite de la ley se halla en las formas en que el sadismo retuerce la ley o la desfigura sin dialectizarla en el espacio del deseo y de aquellas jerarquías que el orden considera en los márgenes. Deberíamos, sin duda, sospechar de que en la perversión política de Lenin se halla el conato de un quiebre radical con el orden de la ley monárquica de los Romanov y, así, sospechar de que Lenin fue simplemente un perverso capaz de subvertir el orden de la ley monárquica del Zar mediante la inscripción de su “perversión” en el maleficio, digamos profano, de la revolución bolchevique. En términos lacanianos pareciera que la sospecha de la pregunta de Del Barco, “¿era Lenin un perverso?”, ni puede ser inscrita en las convenciones de la moralidad tradicional ni tampoco en el programa bolchevique gestado y organizado por un conspirador a tiempo completo como Lenin. La lectura de Zupancic nos advierte que la tesis de Lacan no es solo que hay un valor perverso en la ética kantiana, sino también un valor ético en la perversión sadeana. A partir de esta  lectura de Zupancic, la ética cobra una dimensión que transvalora la dimensión de la moralidad. Convierte a la posición ética en una ética imposible de lo Real. ¿Es esta ética una ética de la perversión leninista? Si la respuesta es afirmativa, ética y política serían no solo dimensiones de un archivo de la perversión política, sino también el lugar en el que se hace posible pensar la ética como lugar impensado de la perversión sádica o no del leninismo.  ¿Era Lenin un histérico? Esta es la otra pregunta que deberíamos hacernos. Pero no sin pasar por la distinción entre histeria y perversión como dos afecciones que habitan la composición misma de la política. En esta distinción está, sin duda, en juego la posibilidad de pensar que el clamor por el archivo de Lenin es una interrogación ética y política del Real-histórico que trama a todos los archivos de la izquierda que de una u otra forma han sido herederos del “archivo olvidado de Lenin”. El “mal de archivo” se advierte en los síntomas en que una posición de perversión política trasforma el tiempo “no recobrado” en el tiempo que se resta a su caducidad. Este es el tiempo de un leninismo que por restarse a su envejecimiento deviene tiempo de la escucha en el oído sordo de una perversión política que solo ve el perro muerto sin ver que el sonido de Lenin es más bien el del gato desviado y desviante que aúlla a la luna. El tiempo que no se amojona en moho amurallado del archivo sin interrogación perversa, sin tiempo de espera y actualización, es el tiempo del deseo por repetir al Lenin de la pregunta por los “nuevos comienzos”. El leninismo como perversión desviada de una temporalidad que aúlla a la luna no puede, sin embargo, escapar a la interpretación de la política, ¿cuál es el Real-histórico del nuevo comienzo de la política revolucionaria? ¿Tiene la forma política de la izquierda necesidad de repetir a Lenin? Con el curioso seudónimo que evoca a Lieja, ciudad ardiente de  Polonia, en el artículo ya mencionado sobre el natalicio de Lenin, Bolívar Echeverría no responde a estas preguntas y, no obstante, las abre como dimensiones que están contenidas en la posibilidad o imposible de repetir el legado de Lenin toda vez que se desea pensar en “un nuevo comienzo”. Quizá en el pensador ecuatoriano, Heidegger y Lenin no solo componían el horizonte posible de futuro, sino también el de toda futuridad. Se trataría de aquella posibilidad que no teme al retorno porque ve en este la condición de posibilidad del futuro. Pensar en el archivo como retorno de lo olvidado de Lenin no solo sería pensar más allá de la eficiente crítica de Del Barco a Lenin como el arcano del estalinismo, sería también pensar el olvido de este olvido como la más fuerte y anquilosada morada de los prejuicios contra Lenin y el comunismo.  En otras palabras, el archivo de Lenin hoy es también una forma de exorcizar los fantasmas del inconsciente político de la abigarrada conciencia burguesa y liberal de los intelectuales “progresistas” que reproducen lo más repúgnate del anticomunismo. En relación al archivo de Lenin hay que pensar también que el anticomunismo es y ha sido siempre el otro nombre del anti-intelectualismo. El anticomunismo históricamente funciona como una máquina de lectura anti-perversa que opera a través del a priori del orden y la protección de lo dado, es decir, del ordo burgués naturalizado. Las máquinas de lectura del archivo de Lenin no solo pueden ser eso que tú, citando a  Ranajit Guha, llamas prosa de contrainsurgencia, también son el orden de los enunciados que intentan asegurar que lo que un día desestabilizó y amenazó la normalidad del orden no retornará. Si hay algo revolucionario en la perversión política de Lenin esta no es otra cosa que la del cortocircuito entre la conciencia intelectual burguesa de su época y la de la invención política de la perversión del orden. Liberar la perversión de la pre-potencia anticomunista es una premisa insoslayable para una transvaloración de los valores liberal-burgueses que sostienen, hasta el día de hoy, el orden de lo político. Por eso, recuperar lo que Sabrovsky ha llamado el archivo olvidado de Lenin pasa por reconducir la propia pulsión perversa de la lectura en el cuerpo teórico y político de Lenin. ¿No es esto acaso lo que ha hecho Tiqqun al pervertir la pregunta por el qué hacer de Lenin como pregunta por la organización del partido tradicional-moderno? El verosímil del retorno de Lenin como “perro muerto” es un regreso a la vida de todos los perros que han sido declarados muertos por el desencanto y la pereza de actualizar y repetir la grandeza de Lenin. El retorno es el fin del muerto y el prolegómeno de un movimiento que debería alojarse en máquinas de lecturas tan perversas con respecto al orden de enunciados mortuorios o apocalípticos como opuestas al anticomunismo que opera en el inconsciente político y, así, como soterrada premisa de lectura. La figura del calvo de ojos tártaros, barba desenfadada y antecedentes judaicos no solo permite  preguntarnos por cuál es el Lenin perverso del retorno y cuál es hoy el lugar de la perversión política y del archivo que retorna. La figura de Lenin en su retornar es desfiguración de la modernidad de los principios políticos de Lenin porque el contexto, esto es una obviedad, ha cambiado. De hecho, la archivología como laberinto es el indicio de que el recorrido del archivo de Lenin no puede hacerse sin desfigurarlo, sin interpretarlo hasta el infinito y más allá. El anticomunismo intelectual, el desprecio a la lógica no-moderna de la militancia y la indiferencia de los acomodaticios hacen hoy imposible un retorno político y no estético o puramente académico del archivo de Lenin.
MV: Leer a Lenin, ¿es acaso posible? Es posible y deseable iniciar o reactivar una lectura de Lenin. Promover algo así como un retorno a Lenin, un recomienzo que tendría como punto de partida una fuente o nombradía que se encontraría hoy extraviada entre las historias de la Guerra Fría, la llamada Glásnost, la Perestroika y el neoliberalismo presente. Una historia de deshielos y desencantos que es también hoy la historia de un mal nombre, de un “desastre oscuro” que amenaza con sepultar de una vez y para siempre toda idea comunista, todo movimiento emancipatorio fundado en la idea del terror revolucionario. Lenin, su nombre, parece convocar problemas diversos no solo asociados a la experiencia comunista, sino también a una particular comprensión de la política donde el terror revolucionario tiene un lugar cardinal en la construcción del nuevo orden. De igual modo, el nombre de Lenin sirve como contraseña o conjuro de un conjunto de prácticas que pueden identificarse con la delegación de la decisión política revolucionaria a un líder o a un grupo dirigente. El fetichismo de la autoridad y la exaltación de una simbólica dictatorial o autoritaria no están lejos aquí de una práctica política que tiene en el partido y en el líder populista una de sus más puras expresiones. Lenin, por último, es el lugar de la estrategia, el dispositivo epistemológico y el instrumento de organización de la continuidad de un proceso revolucionario. De otro lado, y tal como lo adelantó Mario Tronti en “Lenin en Inglaterra”, el archivo Lenin designa en su inmensa bastedad el resto inasimilable de una política revolucionaria, la ruina y el esplendor de aquello que insiste como extemidad en la política de izquierda. Dentro y fuera a la vez, Lenin parecería pertenecer y no pertenecer a la política contemporánea. Ya sea que se lo piense como táctica y estrategia revolucionaria, ya sea que se lo piense encerrado en un mundo al que ya no se pertenece, las continuas referencias al archivo leninista tienen algo de ese furor melancólico propio del duelo y de la perversión. Se diría que su memoria pertenece a la melancolía de una izquierda que aún no ha hecho el duelo de la revolución (¿cómo hacerlo?), o que al menos aún sigue atada a esa experiencia irrenunciable que fue la revolución de octubre. Y sin embargo, más allá de las memorias que trae a escena el archivo leninista, se diría que aún no nos hemos confrontarnos realmente con todo aquello que se sobredetermina en la nombradía leninista. Preguntarse una y otra vez por una vuelta a Lenin, por la posibilidad de leer a Lenin parece reabrir viejos problemas asociados a la propia posibilidad de la lectura que se activa tras esta operación de retorno o de recomienzo. Problemas que de un modo u otro suponen, quiérase o no, una teoría de la lectura y del texto leninista, una teoría leninista de la lectura de Lenin. ¿Es acaso ello posible? ¿Cómo abrir el archivo Lenin sin quedar atrapado en la gramática de sus enunciados, en el orden de su discurso? La relectura de Lenin, el recomienzo de Lenin es una operación de lectura que ya se encuentra en acto en el XX Congreso del PCUS. Podría decirse que Althusser mismo se inscribe en esta operación de lectura, en este intento desesperado por rescatar a Lenin de la crisis del marxismo, y del movimiento comunista internacional, que se anuncia ya tras la muerte de Stalin. Ahora bien, que se puede aprender de la relectura althusseriana de Lenin, de una relectura que tiene a la filosofía como campo de operaciones de la razón leninista. En principio, que esa relectura plantea de entrada la cuestión del “texto cerrado” o del “texto abierto”, de lo que puede significar leer, no ya a Lenin, ni a Althusser mismo, sino a todos aquellos contemporáneos que en nuestros días se proponen repetir o reiniciar a Lenin. En este sentido, llama la atención, justamente, que Yves Sintomer al republicar el ensayo de Althusser sobre “Lenin y la filosofía” (1968), en La soledad de Maquiavelo, se vea obligado a introducir una nota aclaratoria sobre un “texto cerrado”, considerado pieza crucial de una “nueva ortodoxia”, de un nuevo “dogmatismo” que se enuncia y se escribe en una lengua muerta o al menos que ya ha agotado casi toda su fuerza vital. Para Sintomer, la lectura de Lenin emprendida por Athusser terminaría sofocada por el leninismo, por cierto espíritu de ortodoxia o dogmatismo que se asocia con el líder de la revolución de octubre. El marxismo se marchita con el leninismo, se nos dice, se muere en los campos de concentración de la sociedad comunista. Esta es la lectura de Del Barco, esta es la lectura que Moulian y Sabrovsky se esfuerzan por confirmar y superar en los años ochenta y noventa a través de la revalorización de la democracia, del legado gramsciano, del socialismo democrático. Y sin embargo, y sin embargo, se diría que aún no hemos comenzado a leer a Lenin, a preguntarnos si es posible acaso leer a Lenin hoy, leerlo a partir de los problemas que la lectura plantea a todo texto, ya sea como texto cerrado o texto abierto. ¿Es posible aprehender el texto leninista? Aprehenderlo a partir de una operación de contextualización o de historización que pareciera esencial al momento de estabilizar su lectura. Y, de igual modo, aprehender este proceso de contextualización del texto leninista se vuelve una tarea imposible e irrenunciable cuando aquello que hilvana los bordes de texto y contexto es justamente un proceso inaprehensible que por comodidad reconocemos bajo el signo de la revolución. ¿Leer a Lenin es hoy posible? ¿Es analizable Lenin? Vuelvo obsesivamente sobre estas preguntas pues pienso que su perversión, la monstruosidad de su figura, parecen escapar a todo análisis, a todo intento de lectura moderna o postmoderna de su legado. Repetir a Lenin, recargarlo, recuperar el impulso del gesto leninista en las actuales condiciones del capitalismo global, exige primeramente hacerse cargo de la cuestión aquí planteada bajo la pregunta que da pie al artículo de Del barco, exige elaborar una teoría de las relaciones entre perversión y política, de los nexos y mixturas que hacen posible pensar una en otra, una y otra.