La (contra)revolución será televisada // Lucía Naser
Es
enero de un año que impresiona nombrar, y lo que todos creíamos un mal sueño
que acabaría con una interrupción aún no visible se hace realidad. Donald Trump
asume la presidencia de Estados Unidos. Nada pudo detenerlo, pero horas después
tienen lugar manifestaciones que señalan que el fin del adormecimiento puede
estar llegando.
A
diferencia de la de otros líderes de extrema derecha, la retórica oratoria de
Trump es la de un ejecutivo que acaba de pasar unas horas en el spa tras
un agitado día de negocios. Lo más detestable de verlo es cómo a su fascismo,
ahora lleno de poder político, le corresponde un tonus muscular
bajo, una desidia oratoria, una sensualidad de macho dominante que sabe de su
privilegio y no gasta un gramo de energía en demostrar su fuerza. Es la
impavidez del empresario que sabe que incluso en caso de fracaso económico los
costos los pagarán otros; sus manos son las de quien actúa como si no tuviera
nada que esconder.
Ahí
está el presidente. Su forma de decir que transferirá el poder al pueblo no es
-a diferencia del estilo de los líderes populistas- enérgica e instigadora,
sino llena de odio, resentimiento y calma. La reiteración de las palabras “our”
y “us” me hace repasar mentalmente las lecturas sobre política impersonal, cuya
relación con el presente quizá hasta hace unos meses no había logrado entender.
La tensión de Trump es la de un empresario que hará política mientras se
masturba, recibe un masaje o se toma una raya sobre su escritorio. No cuesta
imaginarse que haga todo a la vez y que incluso se excite llamando a Vladimir
Putin. Sin embargo, algo suena conocido. Nuestros ojos no estarían preparados
para asistir a su asunción y su discurso inaugural si no hubieran sido educados
por los reality shows, por House of Cards, Black
Mirror, The Apprentice, la caída de las Torres Gemelas y la
historia de un poder que se abre paso a fuerza de penes y dinero.
Esto
no es excepción americana. Nuestra defensa contra la atrocidad del mundo ha
sido montar un consumo entre impávido e irónico que nos permite ver ya
cualquier cosa tranquilamente desde el living de casa. Conmoverse no es
productivo. El espectáculo de esa tarde no consiste en un presidente
interpretado por un actor, sino en lo contrario. La vieja búsqueda de la fusión
entre arte y vida es sustituida por la fusión total entre espectáculo y
política. Por favor, enciendan sus celulares.
La
distancia entre las palabras y las cosas no es tan grande como parece en el
mundo del simulacro; hay cierta relación de isomorfismo y dislocación a la vez.
Para entender a Trump y a la política de hoy (también a nuestras posibilidades
de acción política) necesitamos usar marcos de análisis teatrales, técnicas
actorales, volver a Guy Debord, a Jean Baudrillard, a Tadeusz Kantor y a Jerzy
Grotowski. Y si la política va a ser espectacular y el poder, mediático, quizás
tengamos que cambiar nuestros queridos marcos teóricos sobre la performatividad
de la política por la organización de performances, por hacer
teatros pobres, teatros del oprimido, por cambiar el reparto de actoras, por
espectarnos emancipadas.
Esto
no es una exención americana. Si analizamos la dramaturgia política
contemporánea debemos reconocer que estamos unos píxeles más allá de la
estrategia realista. Sin embargo, este hiperrealismo o ficción es nuestra
realidad. Y “realismo” aquí es análogo a la perspectiva del depresivo que cree
que cualquier optimismo es una ilusión peligrosa. Así lo dijo Mark Fisher, que
se suicidó hace algunos días. El capitalismo es una potencialidad oscura que ha
engualichado todos los sistemas sociales previos.
Dice
Fisher que la distancia irónica propia del capitalismo posmoderno busca
inmunizarnos contra la seducción del fanatismo: bajar nuestras expectativas es
un bajo precio a pagar a cambio de ser protegidos del terror y del
totalitarismo.* Pero el precio es en realidad demasiado alto y los terroristas
no sólo están en casa: son el en casa. Y tienen a cargo el homeland
security.
Así
como durante sus discursos las manos de Adolf Hitler buscaban precisión, las
manos de Donald buscan confundirnos. Como buen conductor televisivo,
especulador y negociante, Trump sabe generar expectativas, y su as en la manga
es nuestro miedo a su imprevisibilidad. Bajo su transparencia ficticia encarna
un capitalismo racista y fascista que, sin embargo, habla de nacionalismo,
pueblo y libertad. Trump no sólo quiere make America great, sino make
it again. Pero ¿a qué pasado de grandeza se refiere y quién lo protagonizó?
La historia (o su borramiento) cumple un rol clave en identificar a quién le
habla el presidente cuando dice “people”.
La
fertilidad de la resistencia
Desde
países latinoamericanos como Uruguay hemos organizado nuestras resistencias al
neoliberalismo (y al colonialismo) en proyectos nacionales de izquierda, y, en
el preciso momento en que estos están cayendo en la región, el imperio retoma
sus banderas nacionalistas. Desde nuestras organizaciones políticas hemos
creado nuestras resistencias bajo la forma de democracias liberales basadas en
igualitarismos; en este momento en que se muestran como un fracaso, el
conservadurismo liberal intenta impedir que luchemos desde nuestras
diferencias, desde nuestra condición de oprimidas. Por eso quizás en el “the
people” de Trump no hay lugar para sujetos como los migrantes, las mujeres, los
negros. Una lucha que exija borrar los modos en que se reproduce el poder y las
diferencias entre quienes lo poseen, lo toleran y quienes lo sufren no es
nuestra lucha.
La
resistencia también es fértil: esto decía un cartel de la marcha de mujeres que
se realizó horas después de la asunción de Trump. Se lee por ahí que fue la
protesta más grande de la historia de Estados Unidos, que uno de cada 100
estadounidenses estuvo en alguna de las que sucedieron en 300 ciudades, que
participaron alrededor de tres millones. Desde la Primavera Árabe hasta Brasil
2013, y con las posibilidades de comunicación y contagio que da internet, las
manifestaciones de cuerpos que toman el espacio público protagonizan las luchas
contemporáneas.
No
es casualidad que las marchas que movieron a Estados Unidos fueran organizadas
por el feminismo. Si por un lado Trump es el peor monstruo con el que este
movimiento podría encontrarse, por otro las guerras contra la mujer y contra
las organizaciones que buscan defender sus derechos vienen sucediendo
sistemáticamente en Estados Unidos. Así lo demuestran el protagonismo de
evangélicos en el Partido Republicano, la emergencia de fundaciones y campañas
pro vida, las restricciones a clínicas que hacen abortos o a la píldora del día
después, la disputa en torno a la cobertura de los anticonceptivos en planes de
salud, las luchas en torno al financiamiento público de ONG dedicadas a la
salud sexual, como Planned Parenthood, y comentarios machistas continuos de
políticos republicanos. Pero el acoso no es sólo retórico o administrativo: de
acuerdo con la Federación Nacional de Aborto, desde 1977 en Estados Unidos se
registraron cientos de incidentes en centros de salud sexual y reproductiva,
incluidos intentos de asesinato (muchos exitosos), amenazas de muerte, asaltos,
heridos, copamientos, bombardeos y secuestros.
Esta
guerra fue librada por una coalición entre neoliberales, halcones belicistas y
evangélicos, que cuenta ahora con nuevos socios en el Tea Party (libertarian)
y la alt-right (ultraderecha). Pero simultáneamente el
movimiento feminista ha crecido -dentro y fuera de fronteras- y tiene fuertes
centros de irradiación en las universidades y parte del mundo cultural y
artístico. De hecho, parece claro que si la izquierda renace en Estados Unidos,
lo hará de la mano del feminismo.
From
sexual harassment to gender arousal
La
historia del feminismo norteamericano es larga (y dolorosa), pero ahora cuenta
con alianzas y contaminaciones desde el sur, donde movimientos feministas y
LGBT, Alertas Feministas, Ni Una Menos, entre otros, han llevado a la calle lo
que no puede ser representado por ningún profesional de la política.
Hoy
el feminismo es una vía para sacar a la política de las garras del espectáculo;
hacer política desde la experiencia y hacer de la política una experiencia. Una
que zafe de las subjetividades que produce todo el tiempo la máquina
neoliberal; una que no intente borrar las diferencias bajo un falso manto de
igualitarismo.
Las
luchas contra el feminismo se intensifican argumentando que “todos somos
iguales”, o que al movimiento le falta crítica y sutileza, o que el flagelo de
la corrección política va a acabar con nuestras libertades. Cada vez que acusen
a una feminista de censora y antiliberal habría que poner una foto de Trump y
un cartel con la pregunta “¿libertad para qué y quién?”. La libertad ha sido
apropiada por el liberalismo para intentar convencernos de que la
autorregulación social garantiza ecuanimidad. Les tenemos una mala noticia: no
la garantiza.
Es
por esto que cada vez que el feminismo es acusado de infantilidad subjetiva,
hay que pensar en cuánto la clase dominante se beneficia de borrar al sujeto
para abrir espacios al mercado de libre transacción de subjetividades, de
tratar al cuerpo como mercancía costumizable.
La
diferencia que denuncia el feminismo no puede diluirse en una gama interminable
de subgrupos en pugna dentro del nicho de las políticas de la identidad.
Interseccionalidad es la lógica que articula la lucha de los millones de
personas -mujeres, trans, hombres- que comprenden que feminismo es también hoy
lucha de clases. No se puede ser feminista sin ser antirracista, sin ser
antixenofobia, sin ser antifascista. Es por esto que la diferencia tiene que
ser pensada como compatible con la organización social, la acción política y la
articulación colectiva. De hecho, la diferencia no es un proceso de
especulación semiótica, sino el núcleo práxico de todo lo que cambia.
El
“capitalismo inmaterial” es otro nombre para el hecho de que el principal
negocio de hoy son nuestras vidas. Y ahí está el mercado de la “salud” en
Estados Unidos, y ahí está el conservadurismo con sus misiles apuntando a
nuestros úteros y vaginas. En nombre de la grandeza americana, Trump va directo
a la meta de destruir derechos, que no ve más que como obstáculos para el
crecimiento económico y la “unidad nacional”. Como si nuestros cuerpos fueran
esas pussies que cree poder agarrar cuando y donde quiera.
Mientras
tanto, nos dicen que el machismo se reproduce culturalmente y que no todos los
hombres son así, y es cierto. Pero, sin venir de nacimiento, el machismo tiene
como socio al biopoder, y ambos saben que en el cuerpo de las mujeres está el
poder de la vida, y lo quieren para ellos. Nada le da más miedo al hombre
blanco y poderoso que recordar que su propia reproducción depende de las
mujeres. Es por esto que la privatización de la vida tiene un blanco claro en
nuestros cuerpos. No hacen falta ginecólogos ni partidos políticos para
entenderlo.
La
Women’s March on Washington tiene miles de líderes anónimas conduciéndola.
También están ahí íconos importantes de la cultura; no es casualidad que
jugándose tanto de Trump en el terreno del espectáculo las voceras de la
resistencia sean superestrellas.
La
industria del espectáculo formó nuestra sensibilidad, nos educó los ojos para
ver cualquier cosa y para creernos el verso de la cultura global. Es la misma
que licua noticias sobre una infidelidad o una cirugía plástica con un “grab
them by the pussy”. La máquina de producir escándalos manipula el límite de lo
personal y lo político como si fueran independientes, canaliza lo inaceptable y
por ende lo normaliza, y se asegura de demarcar estándares diferentes para sus
consecuencias según se trate de hombres o de mujeres.
La
industria cultural norteamericana es también la que mejor ejemplifica cómo una
cultura capaz de producir rebeldía y estéticas revolucionarias es
simultáneamente la mayor abastecedora del combustible necesario para la
cooptación cultural de nuestras vidas. La imaginación y la creación han sido
armas de lucha por la libertad, pero también para sus contras, que se las
apropiaron logrando algunas derrotas. Pero no todo fue vencido y, como vimos el
domingo, hay muchos cuerpos en lucha y resistencia.
Porque
aunque quieran hacernos quedar en casa riéndonos de quienes salen a la calle
por ilusas o por ingenuos, o brindando mientras podamos por nuestra derrota
definitiva bajo el espónsor ideológico del sálvese quien pueda, hay capítulos
por venir que no pasarán en Netflix y que van a necesitar de nosotros un poco
más de energía.
*
Fisher, Mark. Capitalist Realism.
[fuente: ladiaria]