En medio del camino // Pedro Yagüe


“Y en medio del camino, en el comienzo
de la comedia terrenal, quiero vivir
la necedad y la necesidad
de un sentimiento falso”
R.E.F.

Primeros pasos

David Viñas decía escribir para quienes compartían con él un mismo sabor de boca: la amargura de la humillación de su tiempo. Algo similar pasa con Los Espantos. Estética y postdictadura de Silvia Schwarzböck. Es un libro que interpela y seduce a quien la estupidez progresista de estos años le haya dejado un amargo sabor en la boca. Y eso lo vuelve un interlocutor fuerte. Un interlocutor necesario. Con sus virtudes y defectos Los Espantos se presenta como un libro digno de ser celebrado. Propone un diálogo político de esos que, lamentablemente, no suelen venir desde la carrera de Filosofía de la UBA.

Los Espantos parte de una premisa indiscutible: el triunfo de la dictadura militar-empresarial sobre el que nuestra democracia –ésa que, según dicen, tanto nos costó– se asienta. Esto puede verse con claridad en el orden económico y jurídico, aunque también en nuestros modos de vida. Por eso es que Schwarzböck habla de postdictadura. Porque quiere pensar el cordón umbilical que todavía enlaza a la dictadura de 1976 con nuestra democracia aterrorizada. El nacimiento del actual orden democrático, como señaló Fogwill en 1984, es el resultado de una victoria que se presentó a sí misma como derrota. Un inobjetable triunfo vital e institucional que seguimos verificando día a día. Ahí radica la importancia de Los Espantos: en su voluntad de pensar esta vida que es y está bien jodida.

El exterminio del fantasma de la revolución es una de las claves a partir de las que Schwarzböck analiza la postdictadura. Es en la carencia de imágenes sobre la transformación social donde nuestra angustiante comodidad vital se recuesta. Y es allí, sobre el fondo de esta ausencia, donde los espantos se mueven como sombras en la noche. Los espantos son, según la autora, lo que las organizaciones revolucionarias produjeron al dejar de existir: el ideal de una existencia individual sin problemas, de una vida regular, obediente y tranquila: de una vida de derecha. O mejor dicho: los espantos son el terreno sobre el que el deseo y la búsqueda de esta forma de vida se produce. Fue durante la década de los noventa, afirma Schwarzböck, que el carácter vital (e inmóvil) de la postdictadura se explicitó en toda su magnitud. Lo postdictatorial se reservó para sí el monopolio de la vida legítima.

Este es el punto de partida del ensayo. Y es justamente acá donde empiezan los problemas. La autora se propone abordar la vida postdictatorial desde el punto de vista de la estética. ¿Por qué? Porque los espantos, explica la profesora Schwarzböck, pertenecen al género de terror, genero que, por su naturaleza, debe ser abordado por la estética. El objeto de su indagación es “estético, antes que filosófico-político. Los espantos encarnan, en el modo de ficción pura, lo postdictatorial de la Argentina. Por eso, para introducirse a ellos, hay que hacerlo por la estética, la parte de la filosofía que, después de Adorno, se dedica a pensar rigurosamente, con tanto rigor como la política, en términos de no verdad”. ¿Qué es el terror y por qué se encuentra relacionado con la “no verdad”? No se explica en ninguna parte del libro. ¿Por qué el terror sería un problema estético antes que filosófico-político? Tampoco queda del todo claro. No deja de ser interesante analizar el terror postdictatorial desde el punto de vista de la estética, aunque resulta un poco sospechoso reducirlo a esta perspectiva. Siguiendo una vieja ironía marxiana podría decirse que, así como Rembrandt pudo pintar a la Virgen María como una simple campesina holandesa, la profesora Schwarzböck se representa al terror bajo una forma que le es familiar.

Pero volvamos a su argumento. Lo no verdadero no es lo falso, sino aquello susceptible de ser opinado, discutido, puesto en perspectiva, etc. Por eso es que la democracia formal aparece como el régimen político por excelencia donde lo no verdadero prolifera por arriba y por abajo, por derecha y por izquierda. La vida verdadera, por el contrario, es aquella con la que las organizaciones revolucionarias acechaban al presente de su tiempo: el ideal de un orden social futuro, diferente, en el que la justicia y la equidad rigieran el común vivir de los hombres. Entre ambos, entre el ocaso de lo verdadero y el amanecer de su contrario, mediaría la dictadura. En este punto el argumento da un saltito y pasa caprichosamente a la obra de arte. Es la obra quien, nos explica la profesora adorniana, tiene la capacidad de expresar lo verdadero en un lenguaje negativo, no conceptual. De allí la necesidad de su abordaje. Y por ello –se deja entender– el ensayo se limita a la estética. Porque lo no verdadero que, según Schwarzböck, organiza la vida postdictatorial, debe ser abordado por la disciplina que piensa materialmente la ficcionalidad de lo dado.

Pero esto no alcanza. No cierra. Algo falta, algo sobra. Y no hablo de un problema de consistencia o de solidez argumental. Sino de la necesidad de pensar que el terror con el que vivimos, que esa angustia de sabernos impotentes, debe ser algo más que un problema de verdad, de ficción o de Ideas. Es como si el terror, al haber sido ubicado en el terreno puro de la razón kantiana, hubiera encontrado así un espacio mucho más cómodo para ser tratado. Concebir al terror postdictatorial como un problema del orden de la estética es quedarse a mitad de camino. Y quedarse a mitad de camino es renunciar a vivir medio día.

Un libro sobre la postdictadura sale en tiempos de Macri. Pero es curioso: no habla siquiera del kirchnerismo. No menciona, exceptuando dos o tres ejemplos, nada que haya acontecido en los últimos quince años. Y ahí vuelve a quedarse a mitad de camino. Si el libro tuviera el coraje de pensar la postdictadura en los términos en los que la misma es planteada (“de 1984 hasta hoy”) tal vez podría haber abierto un horizonte teórico-político como el que Del Barco iniciara con su famoso grito. Pero no se oye un rugido, una queja ni un clamor.


Si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti

La profesora Schwarzböck diferencia tres tipos de vida: la verdadera, la de izquierda y la de derecha. La primera de ellas se constituye en contraposición a la vida de opinión y disenso que el orden democrático produce y postula. Es la que enaltece al Pueblo como ideal irrepresentable, aquél que funcionó como motor político y teórico de los movimientos revolucionarios del siglo pasado. Schwarzböck, desde una perspectiva kantiana, entiende a este Pueblo como lo sublime, como aquello que desborda la imaginación y los sentidos. Eso explicaría, nos dice, la capacidad de los hombres de entregar su propia vida a la causa revolucionaria. Esta búsqueda de un tránsito del presente hacia la vida verdadera se produce, según la profesora Schwarzböck, a través de una experiencia estética: de la experiencia placentera de lo irrepresentable que anticipa, a través del desbordamiento sensible, la victoria futura.

En la medida en que este Pueblo no es un pueblo cognoscible ni cuantificable (no es, por ejemplo, el pueblo que vota), el juicio sobre el que se fundó la acción política revolucionaria no es entendido por Schwarzböck como un juicio gnoseológico o político. Es un juicio estético. El Pueblo, entendido como “lo sublime”, desborda los sentidos independientemente de la experiencia vivida. Por eso sostiene que la vida verdadera “cuando crea un vínculo entre sujetos basado en un juicio estético, no es un problema gnoseológico ni filosófico-político. La formación de un colectivo que actúa en nombre del Pueblo (del Pueblo irrepresentable), al que considera portador de la vida verdadera, y lo hace sin consultarlo, constituye un problema estético”.

La lengua específica de la postdictadura es definida por la inexistencia de una vida de izquierda, es decir, por el derrumbe de la Idea de una vida verdadera. Es la incapacidad para imaginar una vida diferente a la vida de derecha lo que organiza el presente político. Por eso es que la postdictadura podría ser definida como una santificación laica de la vida de derecha. “Se sataniza la vida militarizada –la vida de guerrilla y la vida dictatorial– para santificar la vida de derecha”. Es allí donde se expresa la victoria simbólica de la dictadura. Y es ahí donde nace el hilo que todavía no logramos cortar. Por eso es que Schwarzböck puede definir a la democracia como la no verdad: es la ausencia de una imagen diferente que pudiera poner en entredicho, en términos de verdad, al orden social neoliberal en el que vivimos.

Tal vez sea éste uno de los puntos más interesantes del ensayo: la relación entre la falta de imágenes para la transformación social y nuestros modos de vida. Schwarzböck se acerca a un problema complejo –que por momentos roza– pero termina siempre naufragando en el mar de la razón kantiana. La vida de izquierda y de derecha se constituyen a partir de su relación con el Ideal de la vida verdadera. La primera la asume como posible y la busca (“es el sentimiento de que la vida verdadera existe, aunque más no sea como posibilidad, en el Pueblo”), la segunda la niega. Tenemos entonces tres vidas: una Ideal y dos que existen por su posicionamiento frente a esa Idea.

¿Pero no hay algo más? ¿O sólo nos queda vivir en función de nuestro vínculo con las ideas kantianas? Hace ya algunos años que el Colectivo Juguetes Perdidos (cuyos miembros no pertenecen al salón literario del que Schwarzböck forma parte) viene insistiendo en la existencia de una derechización de los afectos sociales. Tal vez sea ésta una buena forma de escaparle a la concepción idealista de la vida política. Juguetes Perdidos, intentando pensar la victoria de Macri, afirma la existencia de una derrota existencial antes que macropolítica. Hablan de un devenir voto de la vida mula. ¿Qué es la vida mula? Es la existencia de una sensibilidad conservadora, atada al deseo de consumo y seguridad. Es el deseo de una vida organizada en función de trabajar y consumir. Y lo que ellos ven, lo que vislumbran, es la existencia de una precariedad totalitaria (económica, política, pero sobre todo afectiva). Somos cuerpos precarizados. Pienso que sin este suelo afectivo de vivencias cotidianas no puede entenderse la postdictadura: ni el alfonsinismo, ni el menemismo, ni el kirchnerismo, ni el macrismo. A esto Schwarzböck lo llama vida de derecha, y coincidiría con ella si en vez de pensarla desde la relación vital con una Idea lo pensara desde la constitución afectiva de la vida común de los hombres.
           
No busco caer en un relativismo como el que, bien señala Schwarzböck, se difundió durante el gobierno de Alfonsín a partir de ciertas lecturas universitarias de los textos de Foucault. Hablo de la existencia de una verdad que no está en el mundo de las ideas, sino en lo más profundo de cada uno. Huellas que la historia va dejando y que no hay manera de ignorar: o se las tacha o se las toma como punto de partida. El cuerpo es a la vez memoria y lugar de elaboración. Ésa es la verdad que Schwarzböck omite cuando piensa la vida postdictatorial.

La derecha no es la negación de una Idea sino la constitución afectiva de una vida que arma coherencia con el actual orden social, político y económico. Es la producción de ciertos saberes y prácticas que resuenan en el entramado neoliberal. Pero son saberes y prácticas que no nacen, se reproducen y mueren en el vacío, sino que trabajan sobre la materialidad sensible de los hombres. Y es ahí justamente donde el terror produce una distancia interior (con respecto al sentir) y exterior (con respecto a los otros). No se puede castrar de cuerpo al terror postdictatorial. No si lo que se quiere es pensarlo en su complejidad histórica.


El terror curado de espanto

El terror del que nos habla Schwarzböck tiene forma suprasensible. Por eso es que la profesora puede decir que el terrorismo de Estado fue concebido a partir de 1984 como “cosa en sí de la dictadura”. El alfonsinismo fue una máquina de producir discurso y fue esta maquinaria la que dio lugar a la estetización de la derecha: a la existencia suprasensible del terror. Pero me pregunto una vez más si no es esta una pregunta que se queda a mitad del camino. ¿No hay un fondo corpóreo, material, que aparece como productor, en última instancia, de esta experiencia imaginada? Que la actual democracia sigue apoyada en el terror fundado por la dictadura es algo que comparto. Pero la pregunta sería de qué hablamos cuando hablamos de terror. ¿Cómo hablar de él sin hablar de nosotros mismos y de lo que nos pasa?

Schwarzböck no desconoce a León Rozitchner, a quien nombra varias veces, pero sí lo desconoce como filósofo. Su ensayo lo presenta como un exponente de la mentalidad propia de la vida de izquierda. Habla de los filósofos burocratizados, de los sociólogos que incursionaron en la filosofía, pero no se refiere a los filósofos que, ninguneados y expulsados por Puán 480, encontraron en la Facultad de Ciencias Sociales un refugio para seguir pensando. Por eso es que Schwarzböck, dialogando con Fogwill, puede afirmar que la “filosofía argentina postdictatorial tampoco ha pensado para sí un destino mayor que la política”.

En 1980 escribía Rozitchner: “El pensar filosófico se mueve a nivel de la representación, tratando de expresar simbólicamente las condiciones de lo real. Intenta elaborar y reducir una distancia, esa que nos separa de la realidad. Pero al mismo tiempo pretende proporcionar el modo de salvarla: debe, tal es su destino, promover entre los hombres una acción eficaz y enfrentar las contradicciones que la representación convencional –diríamos ideológica– trata de ocultar. La filosofía, así encarada, aspira a descubrirnos las articulaciones fundamentales de lo real”. Ése es el destino mayor que la filosofía pre o post dictatorial ha pensado para sí: la apertura de un nuevo campo de visibilidad, de una conquista que surge a partir del enfrentamiento del propio drama existencial, de las propias contradicciones. Pensar es, aunque muchos filósofos no lo recuerden, volcar sentimientos hacia la razón. Se piensa con el cuerpo. Y también así se escribe.

¿Qué es el terror? Es lo que aparece cuando intentamos ir más allá de esa distancia que separa lo que pensamos y hacemos de lo que sentimos. El terror se encuentra, por ello, entrelazado con una presencia real de la muerte: cuando esa distancia es puesta en entredicho aparece el peligro (a la muerte, a la soledad, a la expulsión de los salones literarios, de las comunidades académicas, etc.). Es el riesgo de perder la vida, de perder las comodidades y placeres, que aparece cuando nos imaginamos cruzando el límite que el mismo terror nos impone. Eso es la vida de derecha: el gobierno omnipresente del terror. Es la angustia que surge cuando osamos ir más allá de los consensos y ascensos a los que la vida neoliberal nos amarra. Cada quien queda solo con sus espantos, inmovilizado, ocupado de cuidarse a sí mismo.

El terror se ha prolongado en la Argentina como un modo de vida inscripto en la realidad social: la individualidad exacerbaba, atemorizada por la presencia acechante de un otro que pudiera llegar a desbaratar la comodidad dispuesta al consumo. Si escribimos, pensamos y hablamos es porque intentamos llenar de vida aquello que el terror ha vaciado. Es el esfuerzo por quebrar el encierro del goce individual y abrir con las palabras un espacio común. El terror, decía Rozitchner hace más de veinte años, es la ley interiorizada que regula la democracia postdictatorial. Es la ley sobre la que el juego democrático se desarrolla. Por eso es que pensar, para nosotros, no puede ser sino hacerlo contra los límites de lo que éste nos permite decir y sentir. Y esto no se comprende desde, para, sobre ni bajo la estética, sino en el intento por vencer ese riesgo de soledad y malestar que el terror nos impone, día a día, como destino inexorable.