Katz y el nihilismo fofo // Diego Sztulwark



Según su propia mitología, el PRO es el primer partido del siglo XXI porque las ideologías le importan un bledo. Pero el gobierno de los CEO´s ya tiene quien le escriba. Alejandro Katz fue uno de los intelectuales post-orgánicos que acudieron al llamado del nuevo Presidente, para ayudarlo a interpretar la época. El obsceno oficio de pensar sin dignidad.

Ya bajo los efectos de la locura, Nietzsche describió su praxis bélica en cuatro postulados prácticos:  a) “sólo ataco cosas que triunfan”; b) estos ataques se realizan a nombre propio, sin aliados; c) no se ataca nunca a personas: se sirve uno de ellas “tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual se puede hacer visible una situación de peligro general” y, finalmente; d) sólo es lícito atacar cuando está excluida toda cuestión de enemistad personal.
Bajo esta recomendación, aunque sin respetarla al pie de la letra, propongo prestar atención al modo en que triunfa, en el plano de la escritura reflexiva en el que pretende desenvolverse el ensayista Alejandro Katz, algo que podemos llamar “lo obsceno”: un tipo de argumentación en la que lo impúdico se deja traslucir sin explicitárselo del todo. Se lo hace pasar distraídamente, como si de un accidente de la comprensión se tratase, mientras se aparenta hablar decorosamente.
mail prólogo
Todo surge de un breve mail que el periodista Gabriel Levinas introduce a modo de prólogo en su reciente Doble agente, la biografía inesperada de Horacio Verbitsky, libro canalla si los hay. El autor de ese correo electrónico es Katz. Levinas lo introduce, nos dice, para evacuar las dudas que pudieran subsistir respecto de sus motivaciones y de la legitimidad misma de difundir la “información” de “enorme relevancia” que, según cree, el libro en cuestión contiene: “fue la opinión del filósofo y ensayista Alejandro Katz la que, de manera más categórica, ayudó a comprender la razón de este libro”.
Katz comienza su intervención distinguiendo las controversias que el libro desea suscitar. Hay algunas que son de incumbencia del autor y otras que no. Entre estas últimas designa, en primer lugar, la controversia en torno a la “veracidad de la documentación” acusatoria de Verbitsky. No se presenta para Katz problema alguno a elucidar, sino “una cuestión fácil de resolver” que “depende de expertos, de peritos que pueden confirmar que cada una de las pruebas utilizadas es verdadera”. ¿Lo son? ¿No ha refutado punto por punto estas “pruebas” Horacio Verbitsky?
Como sea, Katz no se hace ninguna pregunta sobre las prácticas diversas de veridicción, ni siquiera cuando resulta evidente que acusador y acusado se oponen precisamente en este campo. Levinas personifica de modo lineal el lenguaje de los medios, mientras que Verbitsky abreva en las fuentes del periodismo de oficio, en el procesamiento militante de información –tradición que arranca con Prensa Latina–, y en el trabajo de archivo de los organismos de derechos humanos en procura de volver públicas las articulaciones jurídicas, económicas, teológicas y políticas del genocidio. El conflicto que aquí se presenta no es menor: Levinas no hace en su libro sino impugnar, precisamente, este modo de trabajo de Verbitsky al que percibe como un procedimiento de acumulación ilegítima de poder. Y apunta a desprestigiar el esfuerzo actual por ampliar los juicios al personal de la última dictadura al campo de los ilegalismos financieros. Katz, en cambio, se despreocupa de estos asuntos, dejando que del problema de la verdad se encargue la policía.
Una segunda controversia que según el filósofo no le corresponde asumir al autor, tiene que ver con los motivos mismos de la publicación. Cuestión que se resuelve automáticamente gracias a una suerte de ética del periodismo según la cual no vale la pena preguntar qué es lo que debe hacer un periodista con la información, puesto que el verdadero periodista sólo conoce un tipo de reacción: publicar todo lo que le llega. Lo relativo a la evaluación del sentido de la oportunidad y de los efectos de la intervención queda por tanto delegado a la demanda de las empresas y los dueños de la comunicación.
La controversia que sí interesa al filósofo y la que se propone sostener es la siguiente: “¿por qué es de interés público la vida que otro llevó en la dictadura? ¿Quién puede decir que el modo de actuar de otro fue el modo justo, el modo intachable, y por qué?”. Entre las palabras con las que el filósofo Katz fundamenta a Levinas contra Verbitsky, encontramos la siguiente caracterización vinculada a la última dictadura: “nadie en un régimen de terror tiene, ya no la obligación, sino  tampoco la posibilidad de actuar como un santo o como un héroe”. La perfección de la frase ejemplifica el funcionamiento de lo obsceno en política al sustituir el problema que la situación del genocidio plantea (¿cómo se llegó a eso?, ¿qué fuerzas lo operaron y por qué medios?) por una evidencia incontestable: el hecho que las personas, en condiciones de amenaza de muerte, no suelen sino obedecer. Semejante sustitución cancela la fuerza ética en el pensamiento, y aniquila toda dignidad. En adelante sólo podemos comunicarnos sobre la base de la evidencia.
ser-para-el-consuelo
Ya no se trata sólo de eludir la reflexión sobre aquel terror cuya eficacia consistió en destruir el lugar resistente que en lo colectivo e individual siente y piensa contra la obediencia. Ahora el pensamiento mismo que se practica está definitivamente asentado sobre el borramiento de toda potencia subyacente, de la que sólo puede tenerse representaciones religiosas o literarias (“un santo, un héroe”).
Katz se sitúa en un lugar fuera de toda “mística”. Él dice: en la realidad “gris” que debieron vivir millones de personas durante la dictadura, a él no le resulta fácil delimitar “qué significa colaborar, qué es resistir, qué es ser cómplice”. Pero entonces: ¿por qué tomarse, filósofo y periodista, el trabajo que se toman en atacar a Verbitsky con acusaciones sobre su conducta de aquellos años? Katz ofrece dos razones: porque se trata de un hombre “público” vinculado a la valoración de esa época y porque “tiene un discurso público sobre lo que otros hicieron”.
A Verbitsky, en definitiva, se le reprocha no haberse adecuado a esta nueva realidad post-genocidio. Se le cuestiona obrar extemporáneamente, usurpando una facultad de juzgar que no le pertenece por derecho a él sino a los jueces de la república: “poco derecho tiene nadie, entonces, de juzgar qué han hecho los otros, cuando lo que hayan hecho no merezca estar bajo revisión judicial”.
La filosofía sirve, entonces, para rectificar “el modo en que desde el presente se juzga ética y jurídicamente a muchos de los protagonistas de aquella época”. Siempre el llamado al orden: ¿en qué consiste esta rectificación? Sencillamente en “restituir a nuestra vida en común los claroscuros que personas como Verbitsky pretenden disimular, o directamente, borrar: para comprender que no se trata de señalar a los demonios y a los puros, sino de reencontrar lo humano en nuestra propia, frágil, débil humanidad”.
Más que una reedición de la teoría de los dos demonios, una ontología del ser-para-el-consuelo. Sin lugar para aquello que Spinoza llamaba una “vida humana”, organizada en torno al descubrimiento de la virtud y la utilidad común. ¿Qué se afirma en el terreno de la ética? La nada misma, la mera aspiración a perdurar, el más fofo de los nihilismos. Sólo lo “humano débil”. Es lo único que se quiere escuchar.
protocolo de actuación del pensamiento
¿Qué queda entonces de la esperada palabra filósofa? Sólo el mantra antropológico de la finitud y el conformismo.  ¿Es todo lo que lo contemporáneo en nuestra época puede pensar? Consumo y seguridad. ¿Pura domesticación?
Colonizada por la tecno-semiótica, la filosofía –otrora campo de la lucha de clases en la teoría- ya no responde a sus viejos imperativos del estado y/o la revolución. Ahora se ofrece en los mercados como terapia de la existencia en dosis aceptables, como parte de una pedagogía más amplia destinada a enseñar a vivir. Ella participa del combo de las sabidurías diseñadas para evitar riesgos. Porque, en el fondo, lo que manda es la indolencia. Lo único que se acepta pensar, el máximo de tensión ética admisible, lo que se llega a imaginar como espacio político, no pasa de una módica escena pedagógica y moral.
Se dirá que de todas formas la argumentación ya no pesa demasiado, y eso es estrictamente cierto. No es la defensa del pensamiento lo que importa. Y tal vez nunca haya importado demasiado. Se agregará que casi todos los episodios de la llamada “batalla cultural” han estado dominados por similar indolencia. De hecho, no hay tanto que rescatar de esas escaramuzas.
Lo que cuenta, sí, es aprender a defenderse del régimen de lo obsceno, aprender a combatirlo, porque en él se esteriliza al lenguaje y se anula su poder de participar en la creación modos de vida.
(fuente: Revista Crisis http://revistacrisis.com.ar/)