Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud // Emiliano Exposto
Se
trata de pensar una crítica de la
economía colectiva y una crítica de
la revolución pura a partir de operar una interpretación procesual y
relacional del teatro de la crueldad. La cuestión es concebir una trasformación
inmanente y permanente alrededor de las relaciones de producción capitalista,
en el horizonte de cierto análisis que articula ontología, crítica de la
economía política y teoría social. La tarea es pensar la organización de la
producción y la producción de la organización, en sentido individual y
colectivo, más allá del sistema de la representación y de la división social
del trabajo.
La
cuestión es evaluar la posibilidad de interpretar el teatro de la crueldad en
cuanto que despliegue relacional y constructivo de una potencia creativa de las
multiplicidades vitales, mediante la cual se componen procesos emancipatorios comunes
en contra del desarrollo de producción capitalista. Por eso aquí se piensa el
posicionamiento artaudiano en tanto que elaboración de una economía afectiva de
los cuerpos según la cual se busca estallar el sistema de la representación y
desclasar el esquema de la división social del trabajo, con motivo de desquiciar,
en el mismo devenir, el Juicio de Dios, la “conciencia capitalista” y la lógica
del Capital. De manera concomitante, se trata de pensar nuevos modos de
producir organización y de organizar la producción en un sentido subjetivo y
colectivo que permita habilitar otras formas de lo común. En el teatro de la
crueldad quizás encontremos una modalidad inédita e intempestiva para pensar,
sentir y movilizar eso que llamamos contra-poder, contra-violencia, o
sencillamente cooperación entre nuestras carnalidades sufrientes.
¿Pero
entonces se preguntar qué tiene que ver Artaud con todos estos problemas?
Bueno, obsérvese que argumenta Henric en Artaud:
Hacia una revolución cultural, el seminario dictado en la década de los
setenta en Francia: “Hay que acabar con el fantasma de un lugar neutro, fuera
del tiempo y del espacio, y sobre todo, fuera de la política. No hay
fuera-del-libro, fuera-del-espacio, fuera-de-la-clase. Cualquier lugar esta
recorrido por la lucha de clases. Dos líneas, dos vías, dos clases. Se está de
un lado o del otro” (1977:186). De este modo, y partiendo de la lectura de
Henric, nuestro objetivo es leer en la crueldad del teatro una manera
histórico-política para disputar y modificar colectivamente la crueldad
histórica de la lucha de las vidas y de la batalla económico-afectiva.
Primera
parte
En
esta primera entrega de “Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud”,
nuestro objeto es esbozar algunas de las hipótesis y puntos de partida que
creemos escencial para la comprensión de la escritura artaudiana en un sentido
eminentemente materialista, vital y político.
Entendemos
que es preciso señalar algunas precauciones metodológicas. Por eso, en primer
término, es pertinente no reproducir un abismamiento radical entre la vida y
las obras artaudianas, ya que es esa la técnica para desmembrar el efecto de
resistencia en la escritura inmanente de sus textos. Y en ese sentido Artaud
manifiesta: “si soy poeta o actor no es para escribir o declamar poesías, sino
para vivirlas” (2011: 26). Ante ello es necesario suspender toda operación de
demarcación dicotómica, y en consecuencia comprender que, tal como argumenta
Oscar Del Barco, “la obra (de) Artaud” es un acontecimiento vital más allá de las
oposiciones y jerarquizaciones (2010: 157-60). Se trata de un materialismo
extremo y radical, allende los dualismos; empero, no exentó de nervios y
tensiones que se hilvanan en la inmanencia misma de la sensualidad artaudiana.
Y en consonancia Del Barco afirma: “Es
en el texto donde
se abre un espacio
revolucionario, no-representativo.
Artaud llega a situarse en un espacio
sin antinomias: el teatro de la crueldad. Cuando sale de Rodez se ha re- hecho,
es otro: no está en el espacio de la afirmación/negación (cuerpo-espíritu,
dios-materia, etc.) sino allí donde la afirmación y la negación ya no tienen
sentido, fuera del platonismo, en una materialidad que no es la materialidad
metafísica de la dicotomía idealismo/materialismo, sino la materialidad estricta
del significante (2010: 156)”.
En
Artaud no hay Dobles. No existe “ezpílitu” versus cuerpo, no hay una mera
oposición cerrada entre idealismos contra materialismos, sino, teatro de la
crueldad: espaciamiento y temporalización de la carne, escenario sin
mutilaciones ni estratificaciones. El teatro de la crueldad es el campo de
batalla de los cuerpos. Es un territorio en donde los afectos, los sentires y los
desgarros de las carnes sufrientes se debaten entre la valorización de lo común
o la sustracción capitalistas de esas vidas. El sentido político de una
escritura artaudiana no radica en un programa pre-establecido o en un horizonte
estratégico a priori, sino que el
gesto estriba en una forma de potenciar, restituir y viabilizar los entramados
de existencia en su patentización inmanente común. La anarquía coronada no es
ni el desorden pleno, ni la expresión de un orden totalizante. Al contrario,
Artaud afirma una paradoja: la anarquía coronada del teatro de la crueldad se
explicita en una manera de la política que supone vehiculizar al mismo tiempo
un “azar sistemático”, una “insurrección controlada”, una “necesidad
programática” y una “destrucción aplicada”. Y así, el teatro de la crueldad es
la “fiesta del azar y la necesidad” o la “anarquía que se organiza”.
El
teatro es, ciertamente, el emplazamiento creativo de las carnes sufrientes. Por
tanto no funciona en tanto representación de un afuera, ni como puesta en
exterioridad de una interioridad segura de sí, ni como posesión del sentido
perteneciente a un autor propietario. Derrida comenta: “El teatro de la
crueldad no es una representación. Es la vida misma en lo que ésta tiene de
irrepresentable. La vida es el origen no representable de la representación”
(2003: 380). De esa forma, en Artaud, se suprime toda instancia de
composicionalidad trascendente y binaria, y con ello, la convergencia entre
jerarquización, dualismo, bi-univocidad y exterioridad racionalizada en torno
al sistema de la representación; es decir, en Artaud la separación del agente
de producción de sus productos y de las condiciones de su reproducción es
conjurada.
La
tarea es operar el resquebrajamiento de la mediación fetichizante, la
descomposición de aquella condición espectral en que las potencialidades
productivas entre los cuerpos aparecen enajenadas, descuartizadas y enfrentadas
entre sí mismas por distancias exteriores e interiores, como “si fuese una
relación social establecida entre las cosas, al margen de sus productores”
(Marx, 2012: 52).
En
segundo lugar, la cuestión será evitar ciertas operaciones de desplazamientos.
Primero, hay que desgajar las interpretaciones místicas que revitalizan algún
orden de trascendencia. Por ejemplo, es el caso de Aldo Pellegrini: “él confía
en los poderes de la imaginación, afirma implícitamente lo sobrenatural” (2007:
15), y de Susang Sontag: “la poética de Artaud es una especie de hegelianismo
último, maníaco, en que el arte es el compendio de la conciencia, la reflexión
de la conciencia sobre sí misma, y el vacío en que la conciencia da el
peligroso salto hacia la autotrascendencia” (1998: 24). Pues bien sabía Artaud
que “El hombre está solo […] sin padre, sin madre, familia, amor dios o
sociedad”. Y en efecto, sí Dios, léase aquí lo “sobrenatural” o la
“autotrascendencia”, existe no es sino “la mierda”, o bien la “ladilla”. Por
demás, en caso de ser existir, no es más que cierto “grupo incontrolable de
ladillas”, a saber: “dios-ladilla” y “dios-la-caca”; multiplicidad de
“microbios” que parasitan los cuerpos, temblores y asedios de lo Uno en tanto
absoluta Otredad que alter-a la sangre.
Por
eso el problema estriba en la “búsqueda de la fecalidad”. La cuestión radica en
la plena obertura o en la cerrazón total del “bolsillo anal”. Se trata de
decidir entre dos caminos: entre lo “infinito exterior”, o lo “ínfimo
interior”, es decir, entre el “manoseo desmesurable” y el estrujamiento de la
“CACA”, por un lado, y “el gran pedo/de vicio/y rebeldía”, por el otro. En el
desamparo, es preciso desasirse, sobrar en las zozobras del significante
material. Y en tal dilema se presenta la condición de posibilidad para la
“ABOLICIÓN DE LA CRUZ” (Artaud, 2011: 18-29).
Es
menester asimismo re-politizar y des-individualizar el desenvolvimiento textual
del poeta negro, quién afirma que su teatro “es una organización materialista,
transitoria y punitiva, de la que Lenin había comenzado ya la aplicación con
justa crueldad” (1977: 187). Y por medio de tal motivo es posible restituirle a
la categoría de crueldad artaudiana todo el movimiento de radicalización y de
hipótesis estratégica que le es propio, en tanto y en cuanto manifiesta una
técnica para la producción histórica de nuevas constelaciones existenciales.
Caracterización que le permite al autor señalar: “Este teatro que es, a la vez,
su propia escena, su propio texto, sus propios actores, este teatro en el cual
los espectadores no pueden ser espectadores, porque son los actores forzados,
agarrados por las construcciones de un texto y por los papeles de los cuales no
pueden ser los autores puesto que es, por escencia, un teatro sin autor (2010:
12)”.
A
continuación, y a la manera de tercera operación metodológica de lectura, hay
que desmitificar su tratamiento, pues, como ya señalaban Derrida y en alguna
medida Blanchot, Artaud no es ejemplo de nada. Se trata de una crueldad ética y
política, para todos y para nadie. Y allí en efecto, funciona como imperativo
para la “revolución fisiológico total”; como Marx, como Trotsky, como
Nietzsche. Se trata de una modificación en la economía de las vidas, a nivel de
la sensibilidad y de los afectos.
Y
así es que Artaud escribe: “He venido a México en busca de hombres políticos,
no de artistas”, y acto seguido dice: “esperamos de México, en suma, un nuevo
concepto de revolución” (1977: 187). Entonces es cierto aquello que argumenta
Derrida cuando escribe que “la afirmación revolucionaria de Artaud es
revolucionaria en un sentido pleno y, en particular, en el sentido político.
Todo El teatro y su doble puede
leerse como un manifiesto político” (2003:391). Pues fue el mismo Artaud quién
a partir de 1927 en Mensajes
revolucionarios comenzó a realizar cuestionamientos sobre aquello que
consideraba era la “orientación stalinista” de las perspectivas emancipatorias,
mediante la cual el marxismo aparecía en cuanto que “ideología engañosa que
caricaturiza el pensamiento de Marx”.
La
politica, en el teatro de la crueldad, reside en tornar materia de política la
formación de las subjetividades. La violencia artaudiana, la crueldad, no es
equivalente, ni se espejea, con la violencia del terror social del capitalismo,
puesto que en Artaud se trata de la crueldad en tanto materialidad física y
afectiva que anida y alienta los cuerpos en su mismo ser. En sentido estricto,
la crueldad es lo irrepetible, lo inabarcable, aquello que no se deje atrapar
por los corsé de lo Mismo. La crueldad, por eso, no es más que la singularidad
de una vida y la diferencia radical de cada lazo labrado en común.
Asimismo
hay que abortar los procedimientos que atomizan la experiencia de Artaud por
medio de un código de abstracción que tan sólo tensiona la efectualidad de la
lectura en un gesto de recepción de cierto mensaje “claro y distinto”
(recuérdese el violento cinismo y la jovialidad del Manifiesto en lenguaje claro de 1929). A su vez no hay que abrir
brechas de distanciamiento interpretativo entre las obras o trayectorias
vitales artaudianas. El mismo motivo nos dice que son erróneos esos ejercicios
que establecen discontinuidades del tipo: antes o después del surrealismo, o más
allá del internamiento, o más acá del viaje con los Tarahumaras. En cambio, los
deslizamientos del Momo no son sino plurales insurrecciones contra la
ejemplificación, intensidades que vulcanizan todo el “movimiento aparente” de
la crítica neutral. En efecto, Artaud, a pesar de hacerse a sí mismo en cuanto
suicidado de la sociedad, esto es: como aquel que encarna el asesinato continuo
al que someten las carnes las lógicas afectivas dominantes de una era, sin
embargo, comprendía que la tragedia que interrumpe y estropea las dinámicas
sociales, afectivas, artísticas, políticas es la acción de vaciamiento que se
realiza en torno a sus fibras intimas en común.
En
consecuencia, no hay que coagular el múltiple devenir artaudiano tras las
figuras de lo Mismo, sean bien del orden de lo estético, o bien del régimen del
ejemplo. Porque la tarea es, al contrario, pensar a Artaud en los horizontes
vitales inmanente a un proceso resistente plural y tenso. De modo que es
preciso afirmar que del mismo modo que resulta apresurada la vitrificación de
la “obra (de) Artaud” en los síntomas patológicos de la sin-razón
institucionalizada, también es pertinente señalar que no existe una estética
artaudiana en el sentido clásico de la palabra, puesto que sus textos no se
presentan como un mero hecho artístico cerrado sobre sí mismo: “yo soy el
enemigo del teatro”, escribió el Momo en los Manifiestos.
Al
contrario de una estética tradicional, encontramos una sensibilidad, un modo de
sentir artaudiano. Una estética en sentido amplio, político y radical que
procura amplificar y prolongar las potencias de vida que surgen de los tejidos
existenciales más mínimos, heterogéneos y conflictivos. Y así, el procedimiento
escritural de Artaud surge desde, por y hacia la carne, y se pone en función de
dar cuenta de la espectralidad que recorre a toda existencia y cambiar los
índices materiales de sentido y las cualidades sedimentadas y entumecidas en
los cuerpos, a fuerza de crueldad. La tarea, siempre, radica en crear otras
configuraciones vitales, pero a partir de actuar sobre los excesos y potencias
que emanan de esos mismos cuerpos. La crueldad artaudiana en torno a la
subjetividad se da desde la materialidad misma de esa subjetividad social y
personal: el escenario es el teatro de la crueldad.
No
existe el canon- Artaud, dado que la “literatura es una marranada”, un bastión
de la ideología de la clase dominante, se diría en términos marxista clásicos.
En consecuencia, los “gritos-palabras del esquizofrénico”, como solía decir
Deleuze, son escritos desde las profundidades y, principalmente, son concebidos
en función de los “analfabetos” y como expresión de los expropiados del
lenguaje. Los temples anímicos que viabilizan los textos artaudianos operan
como “aviones y bayonetas” para los proletarios de las letras; o según la
fórmula de Marx a propósito de El Capital,
Artaud no es sino un “misil para la burguesía”.
“No
más obras maestras”, señala Artaud, desvalorizando y desbordando la razón del
orden y de la normalización espectral con las que se devalúan las obras y las
vidas canonizadas, fantasmeadas, aterradas. Y contra eso Artaud agrega: “me doy
cuenta de que ya no es hora de reunir a la gente en un anfiteatro, incluso para
decirle verdades, y que con la sociedad y su público ya no hay otro lenguaje
que el de las bombas y las metrallas y todo lo que sigue” (2010: 166).
Para
finalizar, es preciso leer ese todo lo que sigue artaudiano. Allí no se observa
otra cuestión que la búsqueda por disputar el terreno de los cuerpos contra
todas las encrucijadas que maniatan al ser social. Por lo tanto, “no podemos
separar al teatro de la crueldad de la lucha contra nuestra cultura”, dicen
Deleuze y Guattari (2010: 91). Ahora bien, una vez revisado el carácter
político de la “obra-Antonin Artaud”, en próximas entregas profundizaremos en
la fibra última de la potencia política que hallamos en el teatro de la
crueldad.
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