El concepto de lo político // Diego Sztulwark
¿Cómo entender el paso de una relación
con el estado que pretendía aportar un máximo de politización de lo social a una
coyuntura como la actual, tan orgullosa de su repliegue tecnocrático? La idea misma de un máximo de politicidad
conduce a Carl Schmitt, para quien el concepto y la especificidad de lo
político pasaba por su capacidad de decidir la enemistad. Su “todo es político”
remitía en última instancia al hecho que la elección de las relaciones amigo/enemigo
terminaba por teñir toda otra realidad del campo social: de la economía a la
religión. La política, por tanto, no era para él una esfera determinada de la
realidad sino un campo vivo de intensidades. Luego de haber escrito que el
estado se definía como el monopolio de la decisión política, hechos como la
Revolución Rusa y la emergencia de un combativo proletariado industrial en
varios países de Europa lo llevaron a invertir la definición: la estatalidad se
organiza al interior de este campo de
intensidades definido por una pluralidad de actores que disputan la decisión de
enemistad.
La política es la actividad dedicada a
producir soberanía, es decir, la aptitud para fundar un orden adecuado a una
unidad colectiva irremediablemente atravesada por la división y conflicto (que
tiende a la crisis), y por la lucha (que tiende a la guerra). Este componente
agonal le da a lo político, dice Schmitt, una realidad existencial, ligada, en
definitiva, con la muerte. Esa existencialidad se pone en juego en la toma de
la decisión, esencia misma de lo político. La persona que decide (una o muchos)
adopta de hecho un carácter heroico (fuente de legitimidad carismático-legal)
al asumir lo que ya nadie quiere asumir: las consecuencias que surgen de la
acción. Una acción que es soberana porque decide la crisis y actúa normalizando
la situación, salvando el orden público. Conservador o revolucionario, el político
decisionista es aquel que pone en práctica esta determinación de ocupar el
estado, declarar la excepción e imponer de hecho una salida: un orden válido y
estabilidad.
El concepto de lo político fascina por
la agudeza de su crítica al humanismo liberal y a toda forma de repliegue de la
decisión sobre lo privado, sea en nombre de una moral de tipo liberal social
–eso a lo que hoy llamamos “progresismo”– o de un neoliberalismo tecnocrático en
manos de corporaciones. La actualidad del pensamiento de Schmitt consiste,
precisamente, en este virulento rechazo de toda formas de despolitización, es
decir, de extirpación el antagonismo de lo social, en tanto confinan lo
político al “diálogo” y el problema de la unidad del orden a lógicas
económico-técnicas. Al determinar lo político como campo de intensidades,
Schmitt colocaba la decisión política como fuente de sentido último para las
más variadas prácticas sociales.
Más que un pensamiento de la crisis, el
de Schmitt es un pensamiento del orden, auténticamente devoto de la tradición
católica y del pensamiento de Hobbes (a quien considera inspirador del proceso
de secularización de lo teológico cristiano en lo jurídico moderno). Sólo que el
orden político que piensa Schmitt no le escapa
a la crisis sino que la asume frontalmente, la atraviesa y recoge de ella los
elementos válidos para su normalización. El orden se funda en la capacidad de
declarar el estado de excepción. Si algo irrenunciable hay en este pensamiento
de Schmitt es su atracción por lo extremo, el descubrimiento del valor
cognitivo y ético de la excepción por sobre el de la norma que la encubre. Descalificar la obra de Schmitt por el hecho
de haber sido nazi implica desaprovechar un pensamiento aún desafiante.
Elementos de esta revalidación de lo
político –a partir de un Schmitt convenientemente parcializado, depurado y
matizado (Chantal Mouffe)– se hicieron presentes en los intentos de los últimos
años por reponer la legitimidad de lo político estatal frente a lo arrasador
neoliberal. Remozadas a un contexto postdictatorial, las tesis de Schmitt resonaron
productivamente en la defensa de la autonomía de lo político-estatal frente al
dominio de la economía concentrada y la influencia de los grandes medios de
comunicación. Aunque fueron también esgrimidas, todo hay que decirlo, contra
las subjetividades de la crisis (lo hemos visto durante la crisis del 2001 y sobre
todo en los años posteriores). Este agrupamiento de situaciones diametralmente
opuestas –de un grupo empresarial-mediático a unas organizaciones piqueteras
autónomas- en un mismo paquete de la “antipolítica” constituyó desde el vamos
un elemento despolitizador interno A la pretendida máxima politización de la
sociedad.
Esta paradoja de una voluntad de
politización habitada por una despolitización
tuvo al menos dos dimensiones. Al declarar la enemistad a las
corporaciones, el estado que promovía la politización social lograba denunciar
efectivamente operaciones empresarias y dinámicas ominosas del mercado mundial
abriendo espacios de participación y de movilización, sin cuestionar (primer
elemento despolitizante), si quiera a nivel de un pensamiento con vistas a reformas
futuras, su propia y profunda inserción en esta misma trama corporativa y
global. A la larga, esta limitación –esta dependencia estructural del estado
politizador de la trama a la que decía combatir– inhibió a lo político de una
relación abierta con la crisis y lo enfrentó a quienes cuestionaron el modo
vigente de acumulación.
Igualmente despolitizante (segunda
dimensión) fue la inconsistente declaración según la cual todas aquellas
organizaciones sociales y comunitarias que cuestionaron el modo de acumulación
sin compartir las expectativas de una politización desde arriba forman parte de
la antipolítica (en tanto movimiento destituyente)
. Lo claudicante de esta declaración es el modo en que debilita el núcleo mismo
de lo político como decisión y hostilidad. El movimiento social y comunitario vinculado
a la crisis es muy político precisamente por el modo de asumir de modo
inmediato la intensidad de la enemistad, y de otorgarle a la decisión política una
densidad material y una ampliación a la actividad reproductiva a un punto al
cual el estado vigente de diseño liberal no tiene cómo llegar. Este mismo
estado, que en virtud de su razón sólo sabe pensar en términos de público y
privado, no ha sabido leer la capacidad de decisión política de estas
organizaciones sino como privatización de la decisión. Y en lo que respecta a
la enemistad, las organizaciones comunitarias en lucha la han dirigido plenamente
contra el modo de acumulación (combinación de elementos neoextractivistas,
neodesarrollistas y de explotación financiera) respecto del cual el estado se mostraba
extremadamente dependiente.
En esta última confrontación el estado
se condena a rechazar a todos aquellos movimientos y organizaciones que no
consideraran que el problema de la enemistad que divide al campo social comience
y acabe en el estado, y a desconocer, por falta de categorías,
todo elemento de radicalidad social que no se adapte a la percepción de lo
político cuya imaginación vaya mas allá de lo público como adaptado a lo estatal. Las dos dimensiones de esta paradojal
de esta politización-despolitizante son: el esfuerzo por compatibilizar el
elemento de confrontación con el del respeto por ciertas directrices duras del
modo de acumulación y consumo; la inclusión abusiva en el paquete de la
“antipolítica” de todo protagonismo no obediente a la reducción del par público-privado
con las que piensa el estado de diseño liberal. La dificultad para identificar y radicalizar
los límites que esta paradoja planteaba resulta hoy día capitalizada por el tipo
de consenso que actualmente intenta consolidar el macrismo.
Y no es que al pensar esta paradoja
haya que ignorar la debilidad política de las organizaciones y movimientos
sociales que plantean vías diferentes. Ya desde el 2001 se hacían presente
dificultades como tales como la estereotipización de las organizaciones, la
inmadurez para afianzar de modo expansivo una articulación más próxima entre
decisión política colectiva y modos de reproducción social sin explotación, la
fragilidad por momentos extrema frente a la neoliberalización de los vínculos. Sin
embargo, y a pesar de todo eso, el problema de una comprensión más radical de
lo político se actualiza cada vez que se defiende un territorio frente a la
desposesión y al despojo, sea frente a Monsanto, ante la violencia patriarcal o
en plena avenida Avellaneda.
Al personificar la decisión política en
un héroe–heroína decisor que salva el bien público –sea este héroe de izquierda
o de derecha– se asumen ya, con total realismo, las premisas de lo político
despolitizante. Sobre todo porque en el político decisionista tiende a
prevalecer el componente espiritual de la decisión. La voluntad soberana a la Schmitt
no se desprende de tanto de la naturaleza del antagonismo que determinan la
crisis como de la actividad histórica de un logos teológico. En este punto no
hay como seguirlo. Sobre todo cuando disponemos de una igualmente fascinante comprensión
de lo político, de signo opuesto a Schmitt, como la de Antonio Gramsci, que sí
se preocupaba por pensar el continuo material que se teje entre crisis,
antagonismo y decisión (siendo de hecho esta preocupación lo comunista en
Gramsci). Sólo que para el italiano, este problema de la decisión se hace
presente como tarea de creación de un “príncipe colectivo” capaz de trastocar
el orden jerárquico entre gobernantes y gobernados, superando la experiencia
actual del estado. Con Gramsci podemos replantear la cuestión en otros
términos. Lo que está en juego en nuestras sociedades no es sólo el problema
schmittiano del valor de una subjetividad que asume la decisión y el
antagonismo contra las corporaciones (y esto dicho en momentos en los cuales,
sobra decirlo, las corporaciones poseen prácticamente todo el poder de decisión
sobre las vidas), sino la necesidad de transformar el modo mismo de establecer
la enemistad política y de pensar la decisión más allá del estado en su diseño
actual: la necesidad de concebir, si de construir otra fuerza se trata, un decisionismo
más denso y material. Mas pegado a la defensa de los territorios y atento a la
proliferación de la ultra explotación laboral. Más colectivo y abarcador.
Cierto que las condiciones para plantear el problema son cada vez más hostiles.
Pero ¿qué interés puede guardar la política si no afronta de lleno este tipo de
problemas?