Teoría del agua sucia.

Diálogo con Silvia Rivera Cusicanqui sobre los talleres textiles

por el Colectivo Situaciones
(intervenido por Simbiosis Cultural)



El sábado 24 de julio de 2010 compartimos una larga conversación con Silvia Rivera Cusicanqui, pocas horas antes de que partiera su avión de regreso a La Paz. Habíamos vivido días de intensa actividad en Buenos Aires, con la excusa de presentar Chi’xinakax utxiwa.

Durante buena parte del diálogo discutimos sobre el núcleo de la economía migrante en Buenos Aires: los talleres textiles. Silvia nos trasmitió una perspectiva distinta a la que veníamos desarrollando, que a la vez nos chocaba y nos resultaba interesante.

Días más tarde leímos la entrevista con Simbiosis y tras acaloradas discusiones, párrafo a párrafo, decidimos intervenirla con notas y comentarios. El procedimiento se lo robamos a la propia Cusicanqui y a su grupo, El Colectivo 2, quienes en la revista que editan en La Paz publicaron nuestro texto Inquietudes en el Impasse con agregados y sugerencias de lectura.

De este modo va conformándose el entretejido de una conversación transnacional, que se origina en los encuentros presenciales, se sostiene en los intercambios a la distancia y se disemina con cada publicación colectiva.

Sobre los talleres textiles

Colectivo Situaciones (CS): Existe aquí en Buenos Aires una figura muy controvertida: la del tallerista. En el libro Principio Potosí Reverso relatás el encuentro con uno de ellos en Bolivia, pero la imagen que trasmitís es bastante benévola.

Silvia Rivera Cusicanqui (SRC): Sí, quizás mi visión sobre este tipo de personajes es bastante rosa. Me han contado que algunos de ellos se convirtieron prácticamente en mafiosos. Pero yo les he dado el dato, si es que mis esperanzas no se frustran, de que no es la única forma. He hablado y me he farreado con el dueño de varios talleres y con su esposa, en la fiesta de Santiago de Guaqui y he visto otro tipo de enjundia humana. No les puedo garantizar que tengo razón, tal vez sea sólo un deseo, pero hay algo que se llama dominación legítima, que está basado en la noción del derecho de piso.[1] 

Yo suelo decirle a mis alumnos: no confundan joven con pobre. El joven siempre es pobre. Salvo que sea heredero de una fortuna o que disponga de rentas que no han surgido de su trabajo. El joven cuando empieza a caminar por la vida tiene que comenzar por abajo. Y en estas culturas, q’ara es el que hereda una riqueza que no ha producido y por eso tiene un piso de entrada a la sociedad que está cimentado por el trabajo de otros que han sido explotados. Ese primer escalón del piso siempre involucra un alto nivel de sacrificio. Yo deseo que esos talleristas que vienen y encierran a los trabajadores sean sólo la punta del iceberg, los que la prensa ha magnificado. No estoy segura, pero creo que tiene que haber otra cosa, si no, no sería tan dinámica la movida.[2] 

He hablado con mucha gente que vino desde Buenos Aires para participar de esa fiesta, donde se los ha contratado a los Kjarkas para que amenicen. Incluso conversé con los ahijados de sus sobrinos, es decir con el tercer anillo de parentesco de este tallerista. No eran sólo sus familiares directos. Y en los planes de los chicos y sobre todo de las chicas, se veía claramente cómo un tiempo más estarían en el taller para luego poner su propia peluquería. Ellas ya están estudiando el mercado, viendo las cabecitas rubias, cómo se hacen los rulos, qué tipos de colores se usan en los teñidos, viendo dónde va a instalar su local. Mientras se hacen explotar van construyendo su microempresa.[3] La idea de que en estos lugares está en juego una dinámica de esclavitud me parece totalmente equivocada.[4]

CS. ¿Vos cómo le llamarías?

SRC. Subordinación, explotación, una mano de obra que está pagando derecho de piso migratorio, para en el primer escalón recibir lo que se llama una reciprocidad diferida. Eso es lo que hacen tus papás contigo y tú tienes la obligación de hacerlo con tus hijos. Tu mamá te ha cuidado a tu hija, tú tienes que cuidar a la hija de tu hija, como una devolución a tu mamá. Diferido en el tiempo, se trata de un circuito de devolución: este fue explotado, ahora le toca explotar.[5] Pareciera que fuera muy cruelmente colonialista, pero no es colonial esta regla. En todo caso sería una relación de clase. Porque no se consideran salvajes a los explotados. Los consideran aprendices pero no salvajes. Por eso es que la palabra esclavo, que siempre parte de una heteronomía cultural, es equivocada. Aunque es cierto que el conocimiento adquirido en la explotación colonial se vuelve un insumo para toda forma de explotación. Por ejemplo, es común en contextos de intensísima explotación, que se despliegue una otrificación del obrero, hasta considerarlo un salvaje. Por eso es tan fuerte la ciudadanía peronista aquí, porque se rompió esa premisa de que el obrero es un salvaje-otro, un recurso heredado de la explotación colonial. El repertorio de la dominación tiene también su propio bagaje de saberes adquiridos. Y son culturas de servidumbre, como dicen los antropofágicos.

CS. Pero teniendo en cuenta las relaciones de subordinación que se perciben en los talleres textiles de Buenos Aires, ¿no se podría decir que también las culturas andinas introyectaron o hicieron suyos ciertos valores propiamente colonialistas?

SRC. Sí, yo creo que indudablemente tienes toda la razón. Pero esos valores coloniales tuvieron que ser retraducidos a formas legitimadas por la comunidad andina, y siempre teniendo en cuenta cierto techo. No puede ser una condición de servidumbre permanente. Por eso no es esclavitud. Hay reglas muy claras de manumisión. Y un proceso progresivo de manumisión. Cuando pasaste el primer escalón tienes un cierto derecho a otra cosa, de ahí pasas a un segundo y ya te puedes considerar autónomo y puedes interactuar de igual a igual con tu antiguo explotador. Y él te va a dar el kuti de la devolución del prestigio: él va a tener que venir a tu fiesta.[6] Entonces, hay una internalización del colonialismo en todo esto. No hay duda alguna. Todas las estructuras han sido colonizadas, todo el imaginario social ha sido colonizado. Y a su vez tiene un potencial de insubordinación frente a esa misma estructura. No es un mundo quieto de aceptación. Yo quisiera ver trayectorias genealógicas de chicos que han trabajado en los talleres, saber cómo egresan de esa “universidad tallerista”, qué ha pasado con ellos, qué proyectos de vida hay y si esta hipótesis de las gradas o de los pisos que tienen que pasar hasta llegar, que es una condición temporal que tiene que ver con el ciclo de vida, tal vez es una falsa ilusión mía. Saber qué ha pasado con los que egresan y si esos egresos son los sueños de los que ingresan, sueños que se pueden cumplir, planes de vida que van a llevar a que se cumplan esos proyectos. En ese sentido los paisanos son bien leninistas: hay que soñar pero a condición de realizar meticulosamente nuestra fantasía. Tac tac, tac: este año simplemente vivo, el próximo año me consigo un cuarto y traigo a mi mujer, al otro ya me ahorro los primeros pesitos y a la vuelta de diez años ya estoy armando mi taller y ya estoy empezando a jalar a otros.[7]

La Salada como taypi universal

CS. Como algo exterior al plan hay que pensar en una masa de gente que comienza a tener relaciones que van más allá del taller y aparecen cuestiones que tienen que ver con la ciudadanía, espacios públicos que en esta ciudad no son fáciles de hallar...

SRC. Claro que La Salada en este sentido es el taypi universal. Para mí La Salada es el taypi neto, donde unos entran y otros salen, un espacio donde es muy difícil la penetración estatal, neoliberal.[8] Se han creado una vaina que está basada en la ilegalidad, en lo trucho, en todo lo que tú quieras. Pero digamos que si a la clase media se le han hecho añicos en este país las ilusiones del paraíso capitalista, producto de las sucesivas crisis, y todos por ese motivo se han vuelto más humanos y más transgresores, porque todos compran pirata, quedan entonces como muy pelotudos los que compran la ropa de marca original, son como nostálgicos oligarcas vetustos. Porque mejor te compras en la Salada y luego te haces la parada, pues.

CS. El problema es cuando se crean en torno a la feria un conjunto de poderes que luego resulta difícil revertir. Por ejemplo la articulación con la policía por parte de algunos talleristas, que consiguen parar procedimientos judiciales. Esa red incluye radios, que son las que escuchan los costureros en los talleres, lugares bailables para que asistan en las pocas horas libres que tienen, y además la vinculación con las grandes marcas. No es sólo La Salada sino que se trata de una cantidad de circuitos distintos, más o menos autónomos, en una articulación muy compleja.

SRC. El caso de Madrid nos brinda la pauta de una derivación reaccionaria y jodida de este mecanismo. Y es cuando se empiezan a establecer los monopolios jerárquicos de la condición nacional. Los que representan la bolivianidad[9] e imponen esta maquinaria del derecho de piso para aprovechar la antigüedad. Los que están en la cima han pasado todo el circuito ilegal, se han nutrido de esas esferas abigarradas donde todo vale. Todo vale pero en un aparente caos, que está ordenando por ciertas normas, porque si no se va al tacho el precio, el salario. Son cosas que estudié bien en Bircholas: el ambulante es tolerado, porque si se ponen muy intolerantes con ellos, pues los ambulantes se organizan y te montan un mercado al lado que te obliga a negociar.

CS. Algo similar pasó en La Salada, cuando quisieron hacer unos almacenes dentro de la feria y los que gestionan no querían darle puestos a los cargadores para que se reconvirtieran.

SRC. Entonces hay un doble manejo de ingreso controlado, de apertura regulada, para evitar la aparición de nuevas células de mercado que pueden desestabilizar. Eso pasó con el famoso Miamicito en La Paz. Tanto no dejaban entrar, tan cerrados se pusieron que se abrió la Uyustus y murió el Miamicito. Entonces la situación se invirtió: antes los que manejaban el Miamicito eran quienes impedían el acceso y ahora tienen que hacer derecho de piso para que los vuelvan a dejar ingresar. Sus excluidos son ahora sus excluidores, con los cuales tienen que hacerse yunqueríos y compadrazgos, congraciarse para reestructurar su ingreso. O sea tú caes y subes medio cíclicamente. Por eso el factor de la temporalidad es muy importante.

Pero lo que ha pasado en Madrid nos debe alertar. La bolivianidad comenzó a manejarse como un ícono poderoso de acogida ilusoria, puramente vinculada a lo más vulgar de la cultura boliviana. Los artífices de La Perla lograron controlar hasta hoy todo el capital simbólico de la feria y de la fiesta, sin que nadie pudiera cuestionar esa jerarquía. Y son super reaccionarios, con un manejo del chauvinismo muy grande, al punto que se mueren por demostrar que la diablada sólo es de nosotros. Derivado eso en política, La Perla maneja todas las fiestas y particularmente la de Urkupiña, sin que nadie pueda entrar salvo los auspiciadores, que son grandes marcas capitalistas. El control político ahí es muy jodido. Es un monopolio que está articulando todo eso con el neoliberalismo trasnacional más asqueroso. Y así se vuelve una correa de domesticación y desinfección del virus boliviano que hemos podido introducir con tanta migración. Todo eso lamentablemente también lo utilizan como correa de transmisión hacia la embajada, que hasta ahora no ha sido nada inteligente, porque sólo ha desarrollado iniciativas asistenciales y nada en términos de ciudadanía. Para armar feria, para poner nuestro katu allí, hemos tenido que apoyarnos en el Museo Reina Sofía para que nos preste su chapa, a la que La Perla no iba a poder negarse.

CS. En Buenos Aires hubo un cónsul que comenzó a ver esta articulación mafiosa y lo enfrentaron muy fuertemente, lo amenazaron, le pusieron un sueldo a su secretaria personal para que no siga trabajando con él. Lo que dice Ayala, que es el representante de los talleristas y maneja el entramado más complejo de relaciones con la policía, con el gobierno de derecha de la ciudad, es que los trabajadores vienen acá en condiciones bastantes buenas pero la ilegalidad es una condición impuesta por la Argentina, por eso lo que ellos hacen es defender a la bolivianidad en el país. Ese poder que logran constituir aquí luego vuelve a Bolivia, como conjunto de reclamos al gobierno de Evo, en nombre de los migrantes.

SRC. La contaminación que nosotros manejamos no puede ser digerida por la moral de la izquierda, tan prístina, tan entera, tan orgánica, tan láctea. Ese nivel de purismo que reconoce una trayectoria loable, en Bolivia ya no existe. Después de que las izquierdas cruzaron ríos de sangre para gobernar con Banzer, el asco entre nosotros ya no es nada extraordinario. Entonces, si no entiendes a la policía y a las mafias por dentro, tu escudo moral resulta inocuo. El problema es que no sé quién puede hacer eso.

“Botar a la guagua y quedarse con el agua sucia”

CS. Quizás en Bolivia hayan podido develar al menos algunos indicios del tipo de conflictividad que se genera al interior de estos complejos, teniendo en cuenta que en muchas de sus articulaciones es posible percibir mecanismos injustos o de sometimiento. ¿Hay luchas capaces de asumir esta condición de abigarramiento? Porque en Buenos Aires los conflictos que hemos presenciado surgen a partir de una lectura externa de lo que pasa en estos circuitos, y se presentan como “salvadores” que vienen a liberar a los esclavos.

SRC. A mí hay lecturas que me han ayudado muchísimo para pensar estas cosas, en especial el caso de Chandra, de Ranajit Guha, que relata cómo los bienpensantes colonialistas salvaron a las viudas de ser quemadas, con un discurso patriarcal cuyo efecto es dejarlas sin voz. De ahí la pregunta de Spivak: ¿puede hablar el subalterno?

Estos cronistas y viajeros, que son quienes producen las fuentes, hablan del horror exótico que les significa atestiguar la autoinmolación de las viudas de un Rajá que ha muerto y que supuestamente les impone el sacrificio. Lo que más le impresiona al tipo es la alegría con la cual ellas saltan al fuego. Y ve esa alegría como una especie de gran impostura, basada en una cultura y una religión arcaica que lo permite. Lo que comenzaron siendo crónicas de viaje se convierte luego en un escándalo de Derechos Humanos para la sociedad antiesclavista. Pero la sociedad antiesclavista tiene una trayectoria de doble moral tan impresionante que yo quisiera que ustedes vieran cómo casi se puede hacer un collage entre lo que dicen aquellos cronistas y lo que publican los medios en la actualidad. Y es esa maniobra colonialista la que justifica una intervención genocida, para salvar a las mujeres. Es lo mismo que ha hecho Bush con la burka.

La paradoja es ese no-lugar teórico: ¿qué bando tomas? O si logras hacer la pirueta de la ambivalencia, ¿dónde queda el piso ético? Se trata de un conflicto no sólo teórico sino ante todo ético. Para afrontar estos dilemas la memoria es una fuerza muy potente, porque el hecho que ha quedado sin resolución, sin justicia, en otro momento se resignifica. El trabajo que están haciendo por ejemplo los chicos de la editorial Retazos, que publicaron un libro a cuatro años del incendio en el taller de la calle Viale, es muy importante. El sentido de esas memorias se transforma año a año y es algo que no debemos soltar. Quizás sean temáticas que haya que trabajar a ambos lados de la frontera, porque hay un grupo que está investigando en Koana, una comunidad que ha sido destruida ecológicamente por los residuos de El Alto y del que provienen la mayoría de los costureros que murieron en el incendio del año 2006.

CS. El problema para nosotros es cómo atravesar la pared que se levanta en una ciudad como la nuestra para separar las luchas de un lado y las luchas del otro. Cierto desfasaje entre una realidad y la otra que guetifica e impide establecer puentes. Porque así la resistencia se queda sin traducción posible y por lo tanto sin capacidad de replicarse. En ese sentido lo que están haciendo los chicos de Retazos es sin dudas muy interesante, porque están vinculando estos mundos, enlazando escenarios. Pero cuando ellos cuestionan a los talleres se les exige de inmediato que se definan sobre qué cosas ven mal y cuáles aprueban. Lo cual es muy difícil, porque se trata de algo a elaborar.

SRC. ¿Sabes qué yo digo? Hay que botar a la guagua y quedarse con el agua sucia. Porque a veces, si quieres salvar demasiado te quedas sin nada. Y el quedarte con el agua sucia por lo menos te deja unos cuantos gérmenes que por ahí pueden producir algo en otro ámbito. Así yo entiendo la micropolítica.

CS. El problema político y organizativo que ellos plantean es cómo reemplazar todo lo que el taller ofrece, que es un lugar para estar con los hijos, alimento, relaciones con la familia, un estilo de vida. No existen aún las redes sociales que pueden asumir ese desafío...

SRC. Es lo mismo que pasa con los niños en la cárcel. Todas las miradas humanitarias apuntan a una cosa: ¿cómo es que entran esos niños? Por un sistema muy sutil de corrupción policial que no sólo permite el ingreso de niños, sino también de verduras, de familias, de bebidas, de modo que la cárcel boliviana se ha vuelto una cárcel modelo, pero no por derechos sino por infracciones. Entonces, si tú denuncias eso se corta todo: visitas, alimentos, se armó la huelga de hambre y los presos se cosieron las bocas.

Lo que nosotros planteábamos cuando trabajábamos allí haciendo voladores era usar esas transgresiones para una cultura de convivialidad y de no violencia. En mi caso hice la propuesta de introducir el pijchado para sustituir a la pasta base. Entonces armábamos en la cárcel unos acullis e invitábamos a todos estos pesados, pero claro, eso debería haber sido una política sistemática, acompañada por gente que sabe. Porque lo único que hemos logrado era que les picaba y tenían más ganas. Es algo que hay que manejar con sapiencia médica. Aunque estos muchachos se picaban hasta con el aire, porque la verdad es que el aculli y el ajtapi no le hacen mal a nadie.

Pero la situación en la que nosotros intervenimos era la de una lucha entre los marihuaneros y los basuqueros, porque estos últimos pueden matar hasta a su mamá para conseguir su dosis, en cambio el marihuanero tiene su ética. Ahí se nos ocurrió hablar con uno de los compañeros de la guerrilla katarista que todavía está preso, de la misma historia que el Álvaro García Linera (actual vicepresidente de Bolivia), que quería ver cómo podía hacer para que la pasta base no los matara. ¿Qué hace uno? ¿Denuncias y les cortan todo? ¿Transas y eres cómplice de la mafia? ¿O usas la transa para crear un espacio de ética que por lo menos saque adelante un mínimo de valores? Historia oral, acullicu y voladores hacíamos nosotros. Pero era como oponerse al dragón con una bolita de canica. Un juego de niños.

CS. En el caso del mercado sería cómo usar el contrabando para desplegar otro tipo de redes.

SRC. Yo le he dicho a Javier Hurtado (ex Ministro de Producción y Microempresa): “haz una propuesta de reconvertir los saberes de contrabando, no para acabar con el contrabando sino para reconvertirlo y volverlo algo más sano, que nos traigan libros, chips, maquinarias, cosas que no hay acá, y que más bien lleven alimentos orgánicos”. Yo he visto los precios de las cosas orgánicas aquí y por ejemplo la estevia es realmente un lujo, mientras allá la consumen todos porque es más barata que el azúcar.

Parecen cosas muy crasas. Yo le he hablado de todo esto una vez al Evo y sabes qué me ha dicho: “yo soy político, no soy comerciante”. Yo le había dicho: “abriremos un espacio para la coca a ambos lados de la frontera. Legitimaremos. Llevaremos coca de primera calidad, embasada en origen, porque en Argentina hay la idea de que así se valoriza. ¿Qué tal si hacemos unas bolsitas apropiadas?”. Yo metiéndome en el detalle, imaginando posibilidades que da la veta mercanchifle, para tratarlo de convencer. Me ha escuchado y me ha dicho: “sí compañera, ¿ya ha terminado? Bueno, yo soy político, no soy comerciante”. Ahí me he bajoneado. Esa es una de las tres o cuatro que me han pasado con el Evo. Así me he dado cuenta que con el estado no puedo hacer nada, porque no entiende mi lenguaje ni yo entiendo su lenguaje.[10] Entonces he dicho “a la calle”. Y a discutir si la costura debe ser redonda o cuadrada para que la punta no agujeree el plástico. ¡Esas son las cosas que hay que discutir!

El otro día fuimos al Bajo Flores y estaban las vendedoras en la calle. Les pregunté en aymara cuanto cuesta esto. “Pä waranca”, me dicen. Quiere decir dos mil. Pero es una forma de ver si yo soy aymara antigua. Y yo le saco dos pesos. Porque esa es la fórmula creada en el 82, para entenderse en medio del quilombo total de la inflación. Cuando decías dos mil estabas diciendo dos. Y cuando te dicen pisqa pataka, que es quinientos, quiere decir cincuenta centavos. Con las tres personas que he hablado allí en Bonorino hablaban aymara. Y cuando me hicieron la prueba y yo saqué dos pesos, hubo una mirada de complicidad entre todas. “Esta no es antropóloga”, querían decir esas miradas. Esos códigos separan a los bienpensantes de los malvivientes de la plebe.




[1] ¿Hasta qué punto tales argumentos no son una justificación culturalista del tipo de explotación de los talleres, basada en el trabajo a destajo, bajo el sistema de “cama caliente”? Esta situación, creemos, no podría acontecer en Bolivia de igual manera. Sucede en Buenos Aires porque el tallerista saca provecho de la falta de relaciones, de red, de contactos que tiene quien recién llega. Es el estar solo/a lo que hace que se tolere la vida en el taller. Se está solo/a frente al “engaño”, porque quienes viajan no sabían de antemano las condiciones extremas de trabajo que les esperaban en Buenos Aires (especialmente la cantidad de horas y la cantidad de dinero).

[2] Esta es una premisa para discutir, un puntapié: es verdad que existe una dinámica, un flujo, un movimiento constante de hombres, mujeres y niños que siguen viniendo y que exige ser pensado. Y conlleva un dilema político: no se trata de “concientizar” a los costureros/as. Saben lo que hacen. Hay un cálculo que organiza el viaje, la inserción en el taller, sus expectativas. Queremos investigar de qué está hecho ese cálculo, sin desconocer los engaños y las desilusiones que lo arruinan. También nos proponemos pensar al taller como centro de una economía trasnacional (argentino-boliviana) que se articula con las grandes marcas y crea toda una serie de mediaciones y proliferaciones comerciales, entre las que se encuentran las ferias. La intención es desafiar la guetificación que las organizaciones talleristas imponen, al presentar la producción textil de los talleres como una economía puramente boliviana.

[3] La idea de quienes vienen a trabajar a los talleres en principio no es quedarse. Más bien se llega con la idea de volver lo antes posible. Aprovechar el máximo, intensificar la temporada y regresar. “Por un tiempito nomás”, es la frase con la que cada quien piensa su viaje. Pero ese tiempito se alarga y se alarga: hay que pagar el pasaje, los gastos de la vida cotidiana, y además mandar algo de plata. Queda poco para ahorrar. La idea de la microempresa sólo llega con la resignación de quedarse. No es una iniciativa que surge desde el inicio. No es el plan original.

[4] Sabemos que la etiqueta de trabajo esclavo es complicada. La utilizaron los medios de comunicación cuando la existencia de los talleres textiles se hizo visible en el 2006, debido a la tragedia del incendio de Luis Viale (ver el libro No olvidamos, de Editorial Retazos, 2010). Las autoridades bolivianas solicitaron a las argentinas que no se hablara de trabajo esclavo porque era una imagen demasiado negativa. También se oponen a ella todas las organizaciones de talleristas que defienden la economía boliviana de la migración. La Alameda, como organización de denuncia, asumió que su tarea era “liberar” a los trabajadores bolivianos esclavizados. Al poner en el centro la palabra esclavitud, se discutió el tema como una cuestión de trata de personas. Nosotros no hablamos de trabajo esclavo. No nos convence la secuencia “esclavizado que necesita ser liberado”, victimizante en extremo. Queremos desentrañar el cálculo que subyace a la dinámica de los talleres textiles y toda la red económica, cultural, y política que movilizan (radios, boliches, clínicas, etc.).
[5] La reciprocidad diferida entre relaciones de parentesco no puede compararse a la que organiza el vínculo entre talleristas y costurero/as. Son economías distintas. Lo cual no excluye que quien te traiga sea un familiar y presente el trabajo como “un favor”; en este sentido el lazo de parentesco es una forma de reforzar el compromiso con el taller. Creemos que lo que sí funciona organizando la dinámica del taller es una promesa de progreso, una forma de cálculo diferido: hoy soy costurera/o y en un tiempo puedo tener mi propio taller.

[6] Una cuestión muy importante es la ostentación que el y la migrante hacen en Bolivia. Nunca se cuenta del todo la realidad cotidiana del esfuerzo (cómo se vive, cómo se come, cómo se duerme, qué usos del tiempo se tiene). Prima la imagen de progreso, bienestar y fortuna con la que se regresa y que confirma, como en círculo, los deseos de quienes aun no migraron. Porque quien regresa lo hace para mostrar su éxito a la familia y a los amigos que festejan y confirman que aquel que viene a Argentina hace dinero. El relato de la vida de quien migra nunca puede ser completo: ¿por qué preocupar a los familiares? ¿Por qué no suponer que de a poco todo va a mejorar? Hay un orgullo que hace que no se relate de manera victimista lo que se vive aquí. Uno de los momentos de realización de ese orgullo es cuando se puede volver a Bolivia a mostrar y ostentar los resultados del esfuerzo. Por eso hay muchos que se comprometen allá a ser pasantes y no les importa trabajar aquí día y noche con tal de cumplir con su obligación de gasto en su pueblo o comunidad de origen. Quien trabaja en un taller no lo hace por simple resignación, hay un orgullo secreto que moviliza y da sentido al sacrificio.

[7] La proyección de progresar incluye la perspectiva de que los hijos no sean talleristas, sino que vayan a la universidad. Los padres y madres talleristas no transfieren automáticamente el oficio: muchas veces esperan que sus hijos tengan otro futuro. Los hijos e hijas de los talleristas, en su mayoría, no quieren pasar por la “universidad tallerista”, prefieren la otra.

[8] En La Salada se ve claramente que los talleres y su producción son parte de la economía argentina ya transnacionalizada: en ella se surten revendedores de todo el país y también de algunos países limítrofes. Pero también van a comprar bien temprano quienes después salen a revender en la ciudad, en las pequeñas Saladitas, que cada vez proliferan más, multiplicando La Salada en otros barrios. Además, La Salada permite que algunos talleristas produzcan sus propias marcas. Lo que se vende allí es lo que se produce generalmente en las peores condiciones, también porque hay menos exigencia de calidad que cuando se costura para grandes marcas. La fuerza económica de la feria es imparable y se expande semana a semana. Produce entre los comerciantes argentinos todo tipo de reacciones: en su mayoría se oponen porque dicen que tiene condiciones de producción contra las que no se puede competir.

[9] Entre nosotros la bolivianidad articula formas reactivas de reivindicar una relación con nuestra cultura, con nuestro lugar de origen. Ofrece un estereotipo del boliviano/a como trabajador sumiso, apto para ocupar los estratos más bajos del mercado de trabajo “argentino”. Y se usa para reforzar el poder de gueto de las organizaciones patronales que encierran lo boliviano como algo a defender según sus propias definiciones y valores.

[10] Cuando fue la tragedia de Luis Viale, los funcionarios estatales (de Argentina y Bolivia) se acercaron con palabras e ideas que no lograban tocar nada en esa situación difícil y de dolor. O trataban de calmarnos y acallarnos, o no entendían lo que se abría como discusión al interior de la colectividad y de la ciudad entera.