Hace un mes violaron a mi amiga…

(o sobre cómo volverse feminista a la fuerza)



por Lucía Finocchietto



Hace un mes violaron a una amiga y recién hoy pude largarme a llorar un rato largo. Me senté en la ducha y lloré. Lloré con bronca, con indignación y con tristeza. Con mucha tristeza. Empecé a entender que tengo que darle lugar a las lágrimas y dejarlas salir.

En estos últimos días escuché muchas veces “Soy pan, soy paz, soy más”, de Piero, creyendo que estaba en la parte de que hay que sacarlo todo afuera. Nunca presté tanta atención a la letra como ahora. Me di cuenta de que estoy en la parte en la que cambiaron las palabras, se escaparon las miradas, algo pasó y no entendí nada. Y, por qué negarlo, quisiera volver a ser niña, cuna, teta, pecho, manta.

Hace poco, el día que salimos a repartir volantes a los vecinos contándoles la situación, alguien dijo: “por algo pasan las cosas”. Odio esa frase. Ese por algo, que hace referencia a dios, o a un destino prefijado, o a ese tipo de cosas. Me parece absurda y perversa la idea de que las cosas suceden porque están escritas las consecuencias de estos hechos. Claro que “por algo” pasan las cosas. Éstas, en particular, pasan por la violencia de género, por la desigualdad entre hombres y mujeres, por el individualismo imperante y por la indiferencia hacia el otro. Porque vivimos en una sociedad con muchas cosas para cambiar. Por eso pasan estas situaciones y no por designio divino. A mi amiga la violaron, no le cayó un meteorito en la cabeza.

Me gusta más otra frase que escuché o leí alguna vez: somos lo que hacemos con las circunstancias que nos tocan vivir. Entonces, hay lugar para nuestra elección personal de mirar las situaciones desde determinado lugar y actuar en consecuencia. Por eso siento la responsabilidad de tener que hacer algo con lo que me toca vivir, de no quedarme esperando, de hacer aunque no sepa muy bien qué, ni cómo, ni cuándo.

Hace un mes trato de contener a mi amiga de la mejor manera que se me ocurre. Acompaño todo lo que puedo, escucho cuando quiere hablar y seguimos generando los mismos momentos de encuentro, de charlas y de risas que siempre estuvieron presentes. Cuando no estoy con ella, busco toda la información que puedo sobre el tema de violencia de género y trato de contactar gente que nos aclare el panorama. En los últimos años fui leyendo cada vez con más frecuencia distintas notas sobre el tema, pero ahora todo me parece más urgente, complicado y devastador. Y triste. Muy triste.

Hasta ahora, cuando no estaba con mi amiga ni buscando información y contactos, traté de sostener el resto de mi vida, pero siempre atravesada por esto, teniendo constantemente este tema en la cabeza e intentando que no se note. Conteniendo las lágrimas muchas veces y con una tensión permanente.

La tristeza se siente en el cuerpo y en la mente. Las primeras semanas fueron peores, o eso espero. Estar en la calle no me había provocado nunca el miedo que sentí estos días. A los acosos callejeros que sufrimos todas las mujeres diariamente solía reaccionar con ira (interior) e indiferencia (exterior); y me olvidaba rápido del asunto. Ahora no puedo. El miedo es horrible. Camino por la calle con los músculos contracturados, no me doy cuenta y cierro las manos, tensiono el cuello, aprieto fuerte las muelas. Y ante acosos que antes eran manejables, miradas indiscretas o la más leve intuición de que alguien podría decirme o hacerme algo, a la tensión previa se le agrega la respiración agitada, las palpitaciones fuertes y una sudoración repentina en las manos y en todo el cuerpo. Ganas de cruzar de vereda por cualquier cosa, o bajarme a la calle pensando que es más fácil cuidarse de los autos que de las personas. Nunca caminé así por la calle. Y me da bronca sentirme así. ¿Todos habrán experimentado este tipo de miedo alguna vez? ¿Habrá gente que conviva constantemente con esta sensación? ¿Puede alguien que vivió con su cuerpo el miedo en la calle seguir ignorando o subestimando el acoso sexual?

Si bien el miedo es constante, y el acoso cotidiano, en este mes fueron tres los momentos de máxima tensión. Dos en colectivos y otro en la calle. Todos a plena luz del día, con otras personas alrededor.

En un caso viajaba en un colectivo que iba bastante lleno. Entre los pasajeros había cuatro hombres que no paraban de decir groserías a cuanta mujer veían, dentro y fuera del colectivo. En un momento miré al chofer pensando que era él quien debía hacer algo. Pero mee dio la sensación de que se estaba riendo. Estaba en lo cierto, porque un rato más tarde el chofer les abrió la puerta para que le gritaran con más comodidad a las mujeres que caminaban por la calle. ¿Qué hacer en esa situación? Tuve miedo, tuve bronca. Me dio mucha impotencia saber que no podía hacer nada. Que si les decía algo tal vez se bajaran conmigo, y eso era claramente peor. Pero me daba mucha bronca callar, complaciente, ante tanta violencia. ¿Qué estarían pensando todas las otras personas que compartían ese viaje? No me di cuenta de tomar el número de patente del colectivo, ahora creo que es lo que debería haber hecho.

La segunda situación sucedió en otro colectivo, esta vez con muchos asientos libres. Subió un hombre y se sentó delante mío. Desde que se ubicó en la butaca giró para mirarme. Acomodó sus brazos sobre el respaldo y no me sacó la vista de encima durante un rato que se me hizo eterno. Me dio pánico. Caminé hasta un asiento cerca del chofer, me senté allí. Al rato el hombre caminó hacia adelante, le dijo algo al chofer, que no alcancé a escuchar, y volvió hacia atrás. Otra vez tuve pánico de que se sentara al lado mío. Por suerte siguió caminando hacia otro asiento y al pasar me dijo algo que no pude, o no quise, entender. En el resto del viaje estuve pensando qué era lo que tendría que hacer si el tipo decidía bajarse en la misma parada que yo y no se me ocurrió nada. Por suerte, eso no pasó. Igual me bajé del colectivo y fui corriendo hasta donde tenía que ir, mirando para atrás permanentemente.

La tercera situación fue hace unos días, terminando la volanteada, cuando vimos una pareja discutiendo en la calle. El hombre sujetaba por las muñecas a la mujer, que intentaba zafarse. Dudé mucho si debía hacer lo que hice, antes de gritarle al tipo, mientras le hablaba, cuando nos fuimos caminando y ahora mismo sigo dudando si actúe correctamente. Como estaba acompañada pensé que no podía quedarme callada otra vez, en este caso con el agravante de que la violencia ya era, además, física. Pensé –y pienso- qué pasaría si el tipo se ponía más violento, con la pareja o conmigo, si no se iba, si llamaba a la policía y ellos desestimaban la situación, dándole la razón al tipo, si era la mujer la que nos pedía que no nos metamos, si las intervenciones de los vecinos no aparecían o, peor aún, si aparecían para justificar la violencia. No tengo las respuestas, no sé qué hubiese pasado. Esta vez tuvimos suerte, pero no sé cuál es la manera de actuar en estos casos.

Vuelvo a pensar si puede saber alguien que no pasó nunca por estas situaciones, que no vivió en carne propia la exposición al peligro, que sabe que no es vulnerable a determinadas violencias, si puede, aunque sea por un rato, aunque sea mínimamente, sentir ese miedo y entender de qué se habla cuando hablamos de desigualdades de género.

Tengo un nudo en la garganta y casi nunca tengo hambre. Como cuando afloja un poco la sensación de ahogo, porque sé que tengo que comer. Pero también tengo un nudo en la boca del estómago y la comida me cae mal.

Llega la noche y se me afloja la tensión de todo el día, al punto que siento que no me puedo sostener, que me desarmo. Tengo muchísimo cansancio y, sin embargo, pasé varias noches sin poder dormir, pensando en que se pasaba el tiempo y no estaba descansando. De a momentos logró dormir un rato y tengo sueños raros, cuando no horribles. Mi cuerpo siempre fue escurridizo para los abrazos y ahora siento que los necesito y no los sé dar ni recibir. A veces quisiera descansar en el regazo de alguien que me acaricie el pelo hasta que me duerma.

Hoy tuve una contenedora charla con alguien a quien quiero y admiro mucho. Creo que a partir de lo conversado pude llorar, porque entendí que procesar la tristeza es parte del proceso que permite ponerse en acción. Que la urgencia y la desesperación son más contraproducentes que positivas. Que parte de cuidarse y quererse es buscar ayuda y permitirnos llorar con otro más grande, que sabe más. Volví a darme cuenta, una vez más, que la omnipotencia solo lleva a la frustración. Que la única tarea inteligente y eficaz es a largo plazo, y solo es posible buscando un marco de contención y acción en redes y organizaciones que ya vienen teniendo un desarrollo importante sobre estos temas. Hoy me di cuenta de que lo que sé sobre este tema y mi postura en esta situación es gracias al trabajo que hace años se viene haciendo en este campo, que sería imposible que yo piense de esta manera si no hubiese leído y escuchado todo lo que atravesé hasta hoy. Hoy me di cuenta que soy feminista.