La ciudad prohibida: los motoqueros en la mira

por Esteban Rodríguez Alzueta



La diferencia entre tener y no tener una moto puede ser la diferencia entre tener o no tener trabajo, entre ser o no detenido por la policía. En efecto, la moto es el sistema de transporte más barato para atravesar las distancias urbanas de manera rápida. Cuando el sistema de transporte público es caro o muy deficiente, si el colectivo no pasa o no llega a ese lugar o no llega a esa hora, o la frecuencia es irregular, entonces la moto se transforma en la alternativa fundamental, otra herramienta de trabajo, para poder ir en forma puntual a trabajar.

Pero la moto también es el sistema de transporte que tienen los jóvenes que viven en barrios pobres para salir del barrio sin ser apuntados con el dedo por los vecinos alertas y convertirse, de paso, en objeto de las sistemáticas detenciones por averiguación de identidad. Los jóvenes morochos que usan ropa deportiva y gorrita, es decir que se visten como todos los jóvenes, saben que tienen problemas para llegar al centro de la ciudad. Tienen la ciudad prohibida. No pueden pasear ni mirar vidrieras, sin llamar la atención, despertar temor. Saben que si “patean” la ciudad se están “regalando” porque la policía traducirá la deriva en “merodeo”. Cuando en la ciudad rige el estado de sitio, la manera de atravesar el territorio, de apropiarse de la ciudad, será a través de la moto. La moto les permite desplazarse rápidamente, en zigzag y sortear al mismo tiempo tanto el “olfato social” como el “olfato policial”.

Acaso por eso la moto ha se ha convertido en el vehículo fundamental de los jóvenes de las periferias. Y acaso por eso mismo haya en el país 5 millones de motos y en la provincia de Buenos Aires un poco más de millón y medio.

Pero vayamos al grano: en el mes de abril el gobernador Daniel Scioli presentó el programa de emergencia securitaria para la provincia. Entre las medidas que anunció, dispuso que los conductores de motos tengan que usar chalecos refractarios y cascos identificados con la patente del vehículo. Una medida que entrará en vigencia a mediados de mayo.

No nos parece mal que los motoqueros usen cascos, él y su acompañante, incluso chalecos refractarios, si de lo que se trata es proteger la vida de los conductores. Tengamos en cuenta que –según la Defensoría del Pueblo de CABA- en el 2012, hubo 10.587 víctimas fatales en toda la Argentina, de las cuales el 32,2 por ciento eran motociclistas. No nos parece mal tampoco que se multipliquen los controles vehiculares para corroborar los “papeles”, entre ellos, certificar la existencia de seguro, multar a los que conducen sin casco, o llevan más de dos personas en la moto.
Ahora bien, las medidas anunciadas por Scioli no se tomaron para proteger la vida ni para ordenar el parque. Y ordenar significa policializar las fiscalizaciones. Prueba de ello es que la medida no fue anunciada por el Ministerio de Salud o Economía, se hizo desde la cartera de Seguridad, y su vocero fue el ministro Alejandro Granados. La diferencia es sustancial, porque se trata de otra medida de seguridad que tiende a certificar otro estigma que cargan los jóvenes que se desplazan por la ciudad. Se sabe, los motoqueros son “motochorros”.

Según el Ministerio de Seguridad el 26 % de los delitos callejeros los cometen personas que utilizan moto. No sabemos cómo se construyó esa cifra y tampoco sabemos de cuántos delitos estamos hablando porque se trata de porcentuales. Pero la cifra alcanza para apuntar una vez más a los jóvenes: Una persona adulta en moto es una persona yendo a su trabajo. Dos jóvenes en una moto seguro que son “pibes chorros” buscando a la próxima víctima.

Para desalentar el robo en moto se propuso patentar a las personas. Creer que se puede hacer retroceder el delito numerando a los ladrones es una puerilidad que resulta difícil tomar en serio. La medida no se propone atacar el delito sino el miedo al delito, un miedo que está asociado a los jóvenes que la sociedad pusilánime referencia como productor de riesgo. Una medida que certifica los procesos de estigmatización social y, acaso por eso mismo, introduce un nuevo fundamento para recrear los malentendidos sociales entre las diferentes generaciones y entre los pobres y la “gente como uno”.

En los días posteriores al anuncio corrió el rumor de que las motos no iban a poder circular a determinadas horas del día y por determinados lugares, y por el plazo de un año, con acompañantes. Medida que Granados venía impulsando en Ezeiza cuando era intendente y que Ritondo –legislador del PRO- relanzó ahora para la Ciudad de Buenos Aires. Otro disparate mayúsculo que sirve para verificar que con este tipo de medidas no se busca proteger la vida de los conductores sino hacerse cargo de la sensación de inseguridad de la gente (“el miedo al delito”). Temores que, en gran medida se explican en los prejuicios que tienen, con los que suelen apuntar a los sectores más jóvenes. No digo que el miedo al delito no tenga que ver con los delitos que suceden, pero en el medio hay otros factores que inciden en la “sensación”, como por ejemplo, el tratamiento sensacionalista de la inseguridad que ensayan los mass media, la desconfianza hacia las instituciones encargadas de prevenir y perseguir el delito, la fragmentación social, la estigmatización y el resentimiento social. Las etiquetas que utilizamos para nombrar al otro recrean permanentemente las condiciones para sentirnos inseguros y como una profecía autocumplida cada vez tenemos más miedo. 

En definitiva, con estas medidas, no sólo continúa pensándose la seguridad con las tapas de los diarios ensañados con los “motochorros”, no sólo se le otorgan mayores facultades discrecionales a las policías para poder demorar y detener a los jóvenes que conducen este tipo de vehículos, sino que trata de una política estigmatizadora, que le agrega más vulnerabilidad a sectores que no necesitan más maltrato.