Mujer y cuerpo bajo control: entrevista a Rita Segato

por Karina Bidaseca


Rita Segato es una intelectual feminista lúcida. Vive en Brasil, nació en el barrio porteño de Constitución y se define como una mujer del Sur. Comprometida con el feminismo latinoamericano, los movimientos indígenas y el movimiento negro en Brasil, sus libros son un bálsamo al cual recurrir para poder penetrar los grandes dilemas de nuestro tiempo. Acaba de publicar La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (Tinta Limón Ediciones). Esta entrevista realizada en Buenos Aires es un fragmento de una charla sobre renovados proyectos emancipadores.

–¿Qué cambios ha observado en Ciudad Juárez, y en su propia reflexión, en la década que va de 2003 a 2013?

–En Ciudad Juárez descubro el territorio, la territorialidad. Lo que antes se decía “estar en la base” hoy se dice “estar en el territorio”. Ha pasado a formar parte del vocabulario de las personas y del vocabulario político. En 2003 yo empiezo a ver al cuerpo de las mujeres como una función territorial, como territorio mismo y lo relaciono con la idea de soberanía. Desde los 70 se venía hablando de la posición de la mujer como “naturaleza”, lo que después pasó a ser criticado dentro del feminismo. Eso pasó a ser muy fértil de varias formas: comencé a decir que el cuerpo de las mujeres era el propio campo de batalla donde se plantaban las banderas del control territorial, jurisdiccional, donde las nuevas corporaciones armadas en las modalidades mafiosas de la guerra no convencional, emitían los signos de sus siempre fugaces victorias, de su capacidad de soberanía jurisdiccional e impunidad, y también comencé a pensar en los porqués del cuerpo como ese bastidor en que se cuelgan insignias. También vi, que el cuerpo es nuestro último espacio de soberanía, lo último que controlamos cuando todas nuestras posesiones están perdidas. Las afinidades semánticas entre cuerpo y territorio, dentro del paradigma colonial, son infinitas… Posiblemente el cuerpo indio no tenga, desde una perspectiva pre–colonial o no–colonial, esos mismos significados. Pero la colonialidad se los asigna. Esto, cruzado con las políticas de las identidades, cuya crítica es el tema central de mi libro La nación y sus otros es también, y de otra forma, fértil. El formateo de las identidades, como soporte de la política, tiene que ver también con lo territorial, lo que voy a llamar en dos ensayos de ese libro y en otro texto posterior el carácter territorial de la política hoy. La cultura política de las identidades es también territorial y, si prestamos atención, constataremos que hasta la política partidaria es hoy una cuestión de identidad y, por lo tanto, de territorio. La expansión de las identidades en red, las formas de anexión de miembros a redes identitarias o, en otras palabras, en redes como territorios, es hoy el tema y el proyecto de la política. Así como la religión hoy se prende al control fundamentalista de los cuerpos (y aquí coloco en el mismo plano el velo obligatorio en el islam y la obsesión anti–abortista entre los cristianos) por razones que son de soberanía jurisdiccional y no de orden teológico, moral o doctrinal, de la misma forma, las razones de la política son hoy del orden de la cohesión y de las alianzas y, en ese sentido hasta la política partidaria es hoy “política de identidad” y su proyecto puede ser también comprendido como territorial, entendiendo la red de sus miembros como su territorio. Entonces, el tema de los cuerpos, de su control y de la espectacularización de ese control sobre los cuerpos se ha vuelto central en la política.

–¿Cómo define la política de la identidad?

–Cuando cae el Muro de Berlín y finaliza la Guerra Fría, el paradigma dominante de la crítica política pasa a ser el de la política de las identidades. Identidades que, para ese fin, pasan a ser formateadas y globales. La crítica antisistémica, al sistema capitalista y sus metas de acumulación y concentración pasa a ser sustituida por una política de identidades y se enfoca en lo distributivo. En ese sentido el discurso de los DDHH pasa a tener un papel que poco se ha examinado y cuya meta “inclusiva” no es otra que la de poner límites al pacto estado–capital. En lugar de la crítica anti–sistémica, pasa a considerarse que deben haber algunas garantías de protección para aquellos que no son igualmente “productivos”, “desarrollados”, “modernos” o, mejor, “modernizados”, para que puedan incluirse, no sólo a los derechos sino también en el mercado. Las políticas de inclusión siempre hay que mirarlas bajo un signo de interrogación. Son interesantes como agitación porque cuando uno dice “hay que incluir” está también apuntando a fallas severas del orden social, de la justicia, del bienestar colectivo. Entonces los DDHH entran ahí, cuando hay que poner límite a la intervención del capital en las instituciones, al poder del capital en el orden estatal. El capital nunca se satisface y los DDHH son la normativa que intenta ponerle coto a su injerencia. Las políticas de las identidades no son más anti sistémicas como fue la política del activismo de los 70. Cuando pasa ese período histórico, queda una especie de silencio, un interregno, durante el cual los de nuestra generación quedamos perplejos ante la caída del Muro. Aunque no fuésemos pro rusos, aquello era un mundo alternativo con un proyecto alternativo al capital. Cuando esa ilusión acaba, sobreviene un gran silencio. No tenemos una historia de la mentalidad, no he visto investigaciones de cómo se transforma la conciencia de las personas en el período que va desde los 60 hasta la transformación de los paradigmas de la política, de cómo se transformó el paisaje de nuestra conciencia a través de un cisma ideológico muy profundo.

–¿Ha podido el discurso de los DDHH proteger a las personas de la violencia del proyecto capitalista? Y trasladado esto a las mujeres, ¿ha podido protegerlas de la masacre misógina?

–Creo que no, lo que estamos viendo es que ese techo de contención de los males a que pueden ser expuestas las personas muestra su incapacidad de protegerlas, y es indispensable liberarnos de nuestra fe cívica y comenzar a sospechar de la capacidad del Estado y de las organizaciones supraestatales para proteger a las personas. Más que de una fe cívica, estamos sufriendo hoy de una ceguera cívica. Hemos utilizado demasiado tiempo y puesto demasiadas fichas a la expansión de esos derechos y lo que vemos es un mundo en que nunca hubo mayor concentración de riquezas y las personas están cada vez más vulnerables. Tenemos que preguntarnos qué ha pasado y qué está pasando, cómo hemos perdido derechos básicos en la Argentina frente al camino del capital, es decir, a los valores de la competitividad, la productividad, la acumulación, la concentración cada vez mayor y la exclusión. Entonces el discurso de los DDHH, como promesa efectiva de protección por parte de cortes estatales supraestatales, es, hasta el momento, francamente ficcional, es una falsa conciencia. La justicia moderna es punitiva por naturaleza, no constructiva. Todo el peso es colocado en la negatividad, y prácticamente no hay resultados en los aspectos positivos de la justicia. Lo que es incontestable es el valor de agitación y pedagógico del discurso de los Derechos Humanos, en su capacidad de persuadirnos de que debemos transformar valores, costumbres, y por lo tanto, humanizarnos, azuzando nuestra insatisfacción ética por una mayor felicidad colectiva.

–¿En qué momento de su trayectoria se cruza con el pensamiento de Aníbal Quijano?

–Cuando escucho en él la manera más lúcida y más conmovedora de hablar de la raza y el racismo sin entrar en la trampa de las políticas de las identidades de matriz multicultural burguesa, que es ornamental: las figuritas del indio, del negro, cada uno haciendo su papel, Quijano propone cómo pensar la raza históricamente y no a partir de íconos de diversidad que son superficiales, cosméticos, enlatados, falsamente naturalizados, como en el multiculturalismo. Cuando cae el Muro se abren dos caminos nuevos de la política: uno es del multiculturalismo anodino, como le ha llamado Homi Bhabha, donde la estructura, o sea, el sistema, no está en juego y no cambia, y el otro camino es el de la crítica de la colonialidad como la estructura profunda que guía la reproducción de las desigualdades. La crítica de la colonialidad busca en las lógicas indígenas y en las lógicas comunitarias caminos alternativos al del capital. Quijano nos ofrece un análisis sociológico, filosófico e histórico que permite entender la raza como una invención histórica y por fuera completamente del multiculturalismo. La raza es producto de la racialización de origen colonial. Leí recientemente una propuesta de descolonización maravillosa en un libro publicado por el gobierno de Evo Morales, pero que no cita al autor que es el que genera esta idea de una colonialidad diferente del colonialismo y de un pensamiento descolonial. Y me pareció equivocada la utilización de formulaciones que son claramente de Quijano sin el debido reconocimiento de autoría. El reconocimiento de la gestación de las ideas es sagrado para mí, y no se trata de propiedad y sí de parentalidad. Reconocer autoría es muy importante sobre todo en nuestro mundo latinoamericano, en primer lugar porque un autor es una posición en la escena histórica y tenés que comprender la escena y la historia; si vos lo censurás, le negás este conocimiento a la gente, le negás acceso a la genealogía de ese pensamiento, el quién y el dónde. La genealogía permite situarse en una historia. Me doy cuenta de eso a partir de una lucha en la que participé activamente, como fue la lucha por las cuotas raciales de estudiantes negros en Brasil, cuyo proceso de gestación se ha censurado. Esa lucha –que protagonicé en 1998– contra la discriminación de un estudiante negro en el Doctorado de Antropología en la Universidad de Brasilia originó la primera propuesta de reserva de cupos para estudiantes negros y algunas medidas inclusivas para estudiantes indígenas. Hoy es una realidad consagrada pero condicionada a una censura de la historia que originó ese proceso debido a la cual muchos estudiantes negros piensan que un rector, un ministro o el mismo Lula tuvo un día una idea beneficiosa y, con un golpe de pluma, tuvieron la gentileza de firmar un decreto que les dio acceso a la universidad. Decirles que sujetos concretos, situados en las escenas históricas de nuestro continente pensaron propuestas que tomaron forma es hablarles de su propia potencia transformadora y constituye una verdadera pedagogía política. El reconocimiento de la autoría y del protagonismo son esenciales por esa razón autorizadora, especialmente en un continente en el que las universidades, por su eurocentrismo endémico, enseñan que las ideas y los grandes cambios históricos siempre se originan en otro lugar.

–¿Cómo pensar entonces la relación de afectación sumamente cruel y violenta del cuerpo de las mujeres por el paradigma territorial de la política?

–El cuerpo de las mujeres es particularmente afectado por este paradigma territorial que domina hoy el pensamiento contemporáneo. Como sostuve en mi libro Las estructuras elementales de la violencia , la violencia sexual tiene componentes mucho más expresivos que instrumentales, no persigue un fin, no es para obtener un servicio. La violencia sexual es expresiva. La agresión al cuerpo de una mujer , sexual, física, expresa una dominación, una soberanía territorial, sobre un territorio–cuerpo emblemático.

–¿Cómo mueren las mujeres en ese espacio de la guerra que has llamado “segunda realidad”?

–La mujer muere en el espacio doméstico por la gran lucha, la gran tensión entre los géneros, porque el hombre está masacrado, emasculado por el capitalismo contemporáneo. La presión sobre el sujeto masculino es enorme, y éste se restaura como masculino también mediante la violencia. Restaura dentro de casa la masculinidad que pierde fuera de casa. Pero también la mujer muere en otras esferas. Por ejemplo, en las estadísticas de Bolivia entre 1 de enero y el 31 de agosto de 2011, de todos los asesinatos cometidos, 62,5% son de mujeres, y menos del 51% ocurren en el espacio doméstico; el otro 49% ocurren en otro lugar y eso nuestras categorías no lo alcanzan a ver. Muchos de esos óbitos, que, cada vez más ocurren fuera del ambiente doméstico, son de mujeres que mueren en las guerras informales de la segunda realidad, esfera en que las mujeres y, en algunos casos, niñas, como lo fue Candela, son torturadas, violentadas sexualmente, asesinadas como espectáculo de la soberanía de quien tiene el control territorial en esas guerras que nunca empiezan y nunca terminan, que son guerras continuas, sin declaración y sin armisticio, sin victorias ni derrotas más que transitorias. La impunidad y discrecionalidad de lo que se puede hacer con el cuerpo de las mujeres como el lugar donde se implanta la insignia de la soberanía expresa el control territorial en la modalidad mafiosa de las nuevas guerras informales.