Los nuevos-nuevos movimientos sociales
por Raúl Zibechi
En un libro clásico y
monumental, Theda Skocpol analiza las tres grandes revoluciones (francesa, rusa
y china) desde una mirada centrada en los estados, su desintegración y la
reconstrucción posrevolucionaria. En Los estados y las revoluciones sociales
(Fondo de Cultura Económica, 1984), pone bajo la lupa cómo los procesos
revolucionarios afectaron y modificaron las instituciones. Para quienes nos
formamos en Marx, llega a conclusiones incómodas.
Luego de la comparación
minuciosa de los tres procesos, concluye que el estado ha sido central en
todos, pero que los cambios estatales no pueden explicarse en función de los
conflictos de clase. Destaca “el poder autónomo” de los Estados, no reductible
a ninguna de las clases sociales, aunque tampoco neutral respecto a ellas.
El aspecto más actual de su
análisis estriba en tres conclusiones que destila al final de su trabajo. La
primera es que las revoluciones no se producen por actividades deliberadas de
las vanguardias; cita en su apoyo al militante antiesclavista Wendell Phillips:
“Las revoluciones no se hacen, ellas solas vienen” (p. 41).
La segunda es que la
desintegración de los estados del antiguo régimen activó la espoleta del
conflicto social que se tradujo en la expropiación de las clases dominantes. La
irrupción de los de abajo fue decisiva para modificar las relaciones entre las
clases, evitar el triunfo de la contrarrevolución y neutralizar las
estabilizaciones liberales.
La tercera es que “de las
tres revoluciones surgieron estados más centralizados, burocráticos y
autónomamente poderosos en el interior y en el exterior” (p. 441). En el
interior, “los campesinos y los obreros quedaron más directamente incorporados
a la política nacional y a los proyectos apoyados por el Estado”.
El análisis histórico es
inobjetable, realista y contundente. Otra cosa es que resulte agradable, para
quienes seguimos pensando que el Estado es una maquinaria opresiva y aspiramos
–siguiendo a Marx y a Lenin– a su “extinción”.
Lo que no señala la autora es
que las fuerzas antisistémicas estaban dispuestas de modo jerárquico, con una
distribución del poder interno que era “calco y copia” de las instituciones
estatales, y llevaban el saber desde fuera a los sujetos rebeldes. Tampoco
señala que los estados nacidos de las revoluciones se convirtieron con el
tiempo en maquinarias de dominación, muy similares a las que sustituyeron, al
punto de que se pudo comparar el régimen de Stalin con el de Pedro el Grande, y
a los funcionarios comunistas chinos con los mandarines imperiales.
El último ciclo de luchas en
la región sudamericana parece confirmar la tesis de Scokpol: los estados fueron
debilitados por las privatizaciones neoliberales, lo que disparó el conflicto
social que llevó al gobierno a fuerzas progresistas que cerraron el ciclo con
el fortalecimiento de los estados. En paralelo, los “nuevos” movimientos
cumplieron su ciclo histórico: nacieron en la etapa final de las dictaduras,
crecieron bajo el neoliberalismo, se institucionalizaron y entraron en lento
declive.
Sin embargo, los movimientos
que protagonizaron este ciclo eran distintos de aquellos que los precedieron,
cuyo molde y modelo fueron los sindicatos tradicionales. No todos se plegaron a
los nuevos modos de gobernar y algunos siguen caminos propios, mostrando que la
historia no es un camino delineado por las lógicas estructurales. Aunque no
pudieron romper completamente con las viejas culturas políticas
estadocéntricas, fueron más lejos que la camada de movimientos anteriores y
dejaron huellas potentes que siguen siendo referencias.
En los últimos años está
naciendo una nueva camada de movimientos que se diferencian no sólo de los
viejos, sino también de los “nuevos”. En varias ocasiones hemos mencionado al
Movimiento Passe Livre (MPL), de Brasil, y a la Asamblea Coordinadora de
Estudiantes Secundarios (ACES), de Chile. No son los únicos, aunque quizá sean
los más conocidos. El movimiento contra la minería en Perú puede ser incluido
en esta camada, así como el Movimiento Popular La Dignidad, de Argentina, y
otros que no hay espacio para mencionar.
Algunos han nacido tiempo
atrás, como el MPL, con características novedosas, tanto por su cultura
política (autonomía, horizontalidad, federalismo, consenso, apartidismo) como
por las formas de acción que emplea. Otros movimientos se han reinventado o
refundado en procesos de resistencia. Los Guardianes de las Lagunas peruanos
nacieron a partir de las Rondas Campesinas, organizaciones comunales de defensa
creadas en los setenta.
Entre los “nuevos” y los más
recientes, los nuevos-nuevos, existe una notable diferencia de cultura
política: no se referencian en el Estado, con el que pueden mantener diálogos y
negociaciones, ni reproducen en su interior las formas jerárquico-patriarcales.
Los Guardianes de las Lagunas se inspiran en las comunidades andinas; los
estudiantes chilenos y los jóvenes brasileños en sus formas de vida cotidiana
en las periferias urbanas, en sus grupos de sociabilidad y afinidad, en el
hip-hop, en las diversas culturas juveniles en resistencia.
No han formado
estructuras-aparatos, ni han entronizado dirigentes permanentes por encima de
los colectivos. Son movimientos que nacieron después de las dictaduras (los
nuevos nacieron contra el autoritarismo) y reciben la influencia de dos
movimientos que emergieron en el continente en las últimas décadas: el
feminista y el indígena.
Se nutren de sus
variantes más antisistémicas: los feminismos campesinos y populares, los
feminismos comunitarios e indígenas; comparten con un sector del movimiento
indio su vocación autonómica, su aspiración a cambiar el mundo por fuera del
Estado y a crear instituciones posestatales, como las Juntas de Buen Gobierno.
Se organizan para construir un mundo nuevo, no para incrustarse en las
instituciones. Encarnan la posibilidad concreta de que florezca una nueva
cultura política que trabaje para que los cambios vengan de abajo.