La transición económica en el posconflicto colombiano
Por Pablo Alonso González y Alfredo
Macías Vázquez
Colombia afronta un reto de gran calado
histórico: transformar toda la energía y la pasión que ha empeñado durante el
largo conflicto que ha marcado al país, en una fuerza y una potencia que la
convierta en una de las economías más dinámicas del subcontinente
latinoamericano. Lo que está en juego no es solamente rentabilizar los
“dividendos de la paz” asociados con la resolución del conflicto armado, sino
impulsar una transición económica que reinvente al país.
El posconflicto colombiano se insertará
en un nuevo contexto regional, que está planteando nuevos desafíos y
oportunidades a las sociedades latinoamericanas. Concretamente, es necesario
buscar modos exitosos de transición a un posindustrialismo caracterizado por el
predominio creciente de la economía del conocimiento, las nuevas tecnologías y
el trabajo inmaterial. Sin embargo, la mayor parte de los gobiernos
latinoamericanos continúa instalada en un debate sobre la distribución de los
recursos aplicando estrategias incapaces de transformar el régimen de
acumulación económica propio del extractivismo, que en realidad somete a las
políticas sociales a la dictadura férrea de los ciclos económicos. Lamentablemente,
asistimos a una clara ausencia de ideas nuevas, donde el voluntarismo político
o las ilusiones desarrollistas vinculadas con un quimérico regreso a la
sustitución de importaciones impiden un verdadero debate sobre las cuestiones
de fondo.
Con riesgos de réplica, Colombia podría
abrir un escenario completamente inédito en la región. Como en toda situación
posconflicto, el principal riesgo es que se produzcan exclusiones y que el
proceso de pacificación no alcance a todas las franjas de la sociedad,
prolongando dinámicas de violencia estructural relacionadas con un
enquistamiento de la desigualdad social. Para impedirlo, es necesario poner en
marcha una estrategia de desarrollo que incentive la producción de bienes
comunes capaces de sustentar nuevos ámbitos de relaciones sociales no
necesariamente vinculados a un pasado todavía demasiado presente y que fomenten
la cohesión social y nacional. Normalmente, asociamos los bienes comunes con el
territorio, la identidad y las tradiciones. En esta ocasión, buscamos nuevos
bienes comunes, asociados con las transiciones posindustriales en marcha y
donde el fomento de la economía del conocimiento resulta fundamental.
En los últimos años, Colombia ha
mostrado significativos síntomas de dinamismo económico, particularmente si
observamos las tasas de crecimiento económico y el esfuerzo inversor. Será
necesario realizar un balance de las transformaciones en curso: en qué medida
han impulsado un cambio estructural de la economía, si han mejorado los niveles
de desigualdad social y territorial, si han implicado un deterioro
medioambiental, si se han producido intensificaciones en la asignación de
capital dando lugar a fenómenos especulativos, etc. De no extraer las lecciones
precisas, se corre el riesgo de fracasar en el intento de cohesionar la
sociedad en el contexto del posconflicto. En este sentido, el reciente
conflicto campesino representa una voz de alarma que conviene tener presente.
Alcanzar una mayor integración entre lo rural y lo urbano no se consigue
solamente con mayores recursos financieros. De hecho, estos son difíciles de
movilizar adecuadamente dados los diferenciales de productividad entre los
sectores. Tan necesario como esto, es generar pautas urbanas de consumo que
entronquen con las estrategias de valorización basadas en la mejora de la
calidad que los productores campesinos puedan poner en marcha mediante la
difusión de nuevos conocimientos y técnicas productivas. Pero para lograrlo,
necesitamos transitar hacia una economía posindustrial donde los conocimientos
no sean considerados solamente como recursos dados que sirven para crear nuevos
productos o servicios o para reducir costes de un proceso productivo
preexistente, sino también como mediadores que pueden generar significados,
identidades y deseos que personalizan la economía, generan valor añadido y,
mirando más hacia el futuro que hacia el pasado, posibilitan relaciones de
confianza entre personas y comunidades.