Vendrá la música y tendrá tus ojos (visita de un mexicano en el Teatro Colón, Buenos Aires)

por Julián Herbet


1.- Ciudades por las que puedes caminar porque, a diferencia de lo que ocurre en México, no tienen rotas todas las banquetas.

2.- Ciudades con callecitas tan estrechas como Talhuacano a la altura de Lavalle, donde los espejos retrovisores de los autobuses pasan junto a tu cuello como guillotinas romas.

3.- Ciudades con sustancias ilegales tan poderosas que te vuelven invisible los sábados.

4.- Ciudades con fiebre.

5.- Ciudades que se representan en un plano turístico mediante parábolas de agua: ciudades que poseen boca y mataderos: ciudades que devoran animales vacunos.

6.- Ciudades que prometiste imaginar a botepronto un domingo por la mañana: ciudades sin sabat.

7.- Ciudades ojerosas, cansadas de estar siempre a la altura del optimismo de su nombre.

8.- Ciudades que son cofres donde la música y los libros guardan algunos de tus recuerdos inventados.

9.- Ciudades loop donde, tres meses después y merced al cambio de hemisferio, te vuelve a atropellar la primavera.

10.- Ciudades perfectas para comer riñones. Los tuyos.

***

Vamos al Teatro Colón de Buenos Aires con una rara perspectiva: la certeza de que se trata de una experiencia a dos tiempos, algo que fatalmente deberá desembocar en escritura: nos han pagado el ticket a cambio de un texto. Confieso que últimamente me repugna escribir por encargo, quizá porque he venido haciéndolo demasiado, quizá poque esta sensación medio inhumana de vivir a sabiendas en dos tiempos –el del suceso y el de la prosa– comienza a estorbarme sobre la cara, como unos ateojos oscuros preciosos, pesados y caros que usas para mantener una frugal pretensión de rockstar pero que, en el fondo, no protegen tu mirada: simplemente la cancelan.

Vamos al teatro Colón y, por un rato, intento pensar como turista: apreciar la grandeza de ciertos edificios, conmemorar por enésima vez el poderoso milagro del alumbrado público (tan inherentemente neoclásico) y, sobre todo, pensar en Buenos Aires no como en una planta carnívora por la que me gustaría ser devorado sino como en un objeto más o menos definitivo: algo cancelado por el matasellos la historia.

De más está decir que no logro nada de eso. En parte, porque mis nervios de viajero se encuentran hechos trizas: soy ligeramente agorafóbico y he pasado tanto tiempo fuera de casa últimamente que, a ratos, lo único que quiero es arrastrarme hasta una habitación de hotel para asomarme por la ventana y ver personas pequeñas e inofensivas allá abajo. Y en parte, también, porque no logro hacerme a la idea de que soy un turista, de que estoy a miles de kilómetros de México: hace muy poco unos amigos bonaerenses de mi misma calaña me invitaron de madrugada al San Bernardo, una especie de cantina gigantesca de techos altos y mesas de billar, una sucia piscina mental donde se aspira cocaína entre las mesas, delante de todos, como solíamos hacer los mexicanos en Hermosillo o Ciudad Juárez hará unos siete años (antes de que el país se convirtiera en la vitrina de un carnicero); y me sentí como en mi casa.

En fin: vamos al Teatro Colón. Así que por un rato intento comportarme y hasta me pongo un saco.

En cuanto cruzamos la gran puerta de la calle Libertad noto que mi reserva de cinismo no será suficiente para lidiar con la belleza predecible, inclusive solemne que exuda el edificio, y de la cual ya me habían advertido nuestros anfitriones. No es solamente la precisión etérea y a la vez monumental de los labrados en madera y piedra, ni la altura colorida de vitrales paganos que emiten con herético detalle la ejemplar vida y obra de las musas, ni las puertas envejecidas ni la densidad un poco cursi de los terciopelos rojos que cubren los palcos con una pátina de irrealidad. Es simplemente el lenguaje: las palabras “Teatro” y “Colón”. La carga fetichista que la historia y la cultura le imponen a ciertos símbolos verbales. Después de todo, todos somos Frodo Baggins cargando en un bolsillo mental nuestra versión de El Señor de los Anillos.

Me doy cuenta de que estoy pensando en Tolkien porque su atmósfera infantil y amenazante describe el humor que me produce estar aquí, mirando desde un palco a la Filarmónica de Buenos Aires mientras cada uno de los músicos aguarda, con mal disimulada impaciencia, el arribo de su director, el mexicano Diemecke. Me doy cuenta también de que, en parte, mi estado de ánimo proviene de un ligero detalle arquitectónico: las molduras de madera que recubren los palcos y parecen crecer hacia el interior del edificio hasta convertirse en una máscara detrás del escenario… Me recuerdan a Gaudí, ese exhaustivo diseñador de raíces superficiales que sin duda tenía algo de hobbit.

La función se demora unos minutos: hay una muy nutrida marcha con cacerolas por la 9 de julio, y los organizadores del concierto quieren ser gentiles con los conductores retrasados –ya que no pueden serlo con la realidad. La novelista argentina Patricia Ratto (mi compañera en este encargo) y yo aprovechamos para conversar un poco acerca de nuestros gustos musicales y, de paso, para leer el programa, que desconocíamos hasta ahora. Escucharemos La siesta de un fauno de Debusy, un concierto para violín de Prokofiev y, tras el intermedio, la quinta de Beethoven.

Diemecke cruza el escenario con su histrionismo grácil y pone a todos de pie y después parece regañarnos un poquito, batuta en mano, reclamando silencio a quienes tosen o murmuran e incluso a aquellos que le aplauden durante un segundo de más. Una vez caídos en el silencio, la música de Debusy comienza. Diemecke logra dirigir a la filarmónica con esa aura de naturaleza líquida y en aspersor que es a mi juicio la marca preponderante de la música impresionista francesa: la sensación de que el sonido no viene de ninguna parte: más que estar escuchando, nos parece que estamos siendo sumergidos en un sentimiento del mundo que se nos sale por las orejas. Un tributo humano a la oscuridad de la naturaleza, como habría querido Baudelaire.

Lástima que todas las cosas eternas duren tan poco: si La siesta de un fauno fuera una rola punk, se acabaría en menos de dos minutos. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta de que todo (ese viaje y este escrito y esta página web y tu laptop y tú y yo) es así, y no hay nada que esté en nuestro poder para cambiarlo? ¿Por qué esos preciados minutos que podemos vaciar de mundo sin vaciarlos de sentido, de lenguaje, son siempre tan escasos?… Dice mi amigo Luigi Amara que Pascal decía que la verdadera desgracia del hombre consiste en no ser capaz de quedarse quieto dentro de su habitación. Estoy de acuerdo. Pero la única posibilidad que tenemos de que esa habitación desvencijada que es la mente no se derrumbe sobre nuestros cuerpos es tapizarla de música.

Luego viene Prokofiev y, para volverlo todo más exultante y cansado, Hilary Hahn: una bellísima y joven violinista invitada. Sé que se trata de una chica hermosa no tanto por lo que logro apreciar a la distancia, sino porque he visto su foto en el programa: unos cabellos claros y rizados completamente renacentistas, la nariz un poquito demasiado grande pero el mentón refinado y una mirada verde muy fija y transparente, todavía audaz pero a punto de ser poseída por el arrobo. Lo que veo a la distancia, desde el palco, es que es muy delgada. Lleva un vestido negro con motivos dorados; la falda es larga y con mucho vuelo, los hombros descubiertos. Cuando Hilary empieza a tocar, descubro que ese detalle (los hombros descubiertos) es el símbolo mayor de su sensualidad –y ella lo sabe. No es porque sean gráciles. Al contrario: en ellos se concentra todo el vigor con el que esta mujer ejecuta el violín dando pequeños traspiés como si embistiera al aire con una herramienta que se emplea para hacer zafra de espectros.

El concierto de Prokofiev dura media hora o así. Luego el público aplaude, entregadísimo, e incluso obliga a la Hahn a hacer un doble encore.

Mientras ella regresa con su violín y no se escucha ni la respiración del público y la música fluye como una desbandada de pensamientos que se encarnan, noto con la exactitud de quien bebe un vino perfecto no demasiado denso la entrañable acústica del Teatro Colón: algo que una orquesta aprovecha muy bien, pero que únicamente un solista puede transformar en revelación. Ni siquiera sé qué putas está tocando Hillary Hahn. Tengo la impresión de que la segunda pieza es una cancioncita de Borodin que conocí hace muchos años en un disco de Izaak Perlman. Pero esto, ¿qué es?… Si acaso, un nombre echado junto a una melodía. En cambio, la sensación de una acústica casi imaginaria y la figura de una muchacha grácil convirtiéndose en un guerrero samurai mientras te acuchilla con su música es algo enorme: algo mucho más grande y conmovedor y al mismo tiempo portátil que cualquier postal o estampa (visual o escrita) del Teatro Colón.

Me doy cuenta de esto en cuanto inicia el intermedio. Así que aprovecho y salgo huyendo a mitad del concierto antes de que todo recomience porque, ¿quién quiere viajar de un hemisferio a otro en busca de un recuerdo para luego arruinar su sabor tratando de indagar qué cosa es este edificio, o peor aún, adulterar el sabor de la acústica pura mezclándolo con una baratija como la quinta de Beethoven?…