La "banalidad del bien". Sobre "Hannah Arendt" (2012), de Margarethe von Trotta
Por Rosa
Lugano
El
pensamiento es un diálogo solitario que mantenemos con nosotros mismos, es una
potencia que caracteriza a lo humano, una fuerza que disponemos y en la cual
podemos cifrar nuestras esperanzas. Cuando el ex jefe nazi Eichmann,
secuestrado en Buenos Aires hace décadas por la policía secreta israelí, fue
sometido a juicio en Jerusalén, Arendt, filósofa dilecta de Heidegger, decidió
asistir al juicio ¿y qué encontró? Una verdad infame sobre un hombre, otra
sobre un pueblo. Las llamó “mal”. Y al mal lo asoció con una defección del
pensar.
El
juicio no fue un acto de justicia. Allí no se juzgaron los hechos cometidos por
un hombre, que merecía morir en la horca. Sino a un sistema, que había salido
inmune de Nüremberg. Eichmann es, a los ojos de Arendt, el perfecto ensamble
entre el burócrata y el perverso. El mal radical se da en él como intento de
substraer lo que en él podría haber de decisión personal, de “pensamiento”.
Eichmann no es una figura demoníaca, sino un pobre diablo, un “don nadie”. Y lo
peor del nazismo es el modo en que derrumba entre los suyos, pero también entre
las víctimas y –atención!: en la humanidad toda (¿tal su auténtico triunfo?)-
el pensamiento, la capacidad de pensar. Una catástrofe tal del pensar se da en
la obediencia a un mando, a una estructura, o a una situación de hecho.
Cuando
la judía alemana Arendt publicó este tipo de cosas en el New Yorker se la quisieron comer. Los ataques no se hicieron
esperar y fueron virulentos. Y es que otra de sus sentencias apuntaba
directamente al pueblo judío: sus líderes pactaron con Eichmann y su
organización permitió que millones de judíos subieran pacíficamente a los
trenes. Desorganizados, los judíos no podrían haber sido asesinados en esas
cantidades, sostiene Arendt. La pregunta que se nos impone es: ¿cómo pensar ese
espacio que en plena barbarie se abre entre la resistencia (no siempre se puede
resistir) y la abierta cooperación con el desastre?
No
apuremos respuesta alguna. Meditemos la radicalidad de la pregunta. Olvidemos a
esa camarilla de berlineses fumadores, que preferían no tener hijos para vivir
en la intimidad de sus atormentadas almas de sobrevivientes su pasado
heideggeriano (o bien comunista, como sucede con Heinrich) y su envidiable
presente (en las universidades de un “paraíso” como EE.UU: ¡imaginen lo que
hubiese sido de esta pandilla en la URSS de los años 60!).
No es la
exaltación del intelectual liberal (a la
Sarlo) lo que aquí interesa, sino algo bien diferente. Tampoco se trata de
volver sobre el remanido “Caso Heidegger”, soñado por su joven amante
(Heidegger aparece como un recuerdo, como un pantano afectivo irresoluble, pero
cargado de riquezas para su propia meditación).
No. Se
trata de otra cosa. Al menos vista desde la Argentina actual. Lo que introduce
la película es una denuncia clara y oportuna de la “banalidad del bien” en la
que vivimos. Empleo esa expresión para dar cuenta de la volatilización de la
experiencia del pensamiento que prolifera en la venerable conjunción de una
buena conciencia fundada en los ademanes de los derechos humanos, la esmerada
satisfacción de la situación personal y familiar de acuerdo a los códigos
establecidos (códigos que a su vez hay que sostener con esfuerzo, ya que lo
precario de su establecimiento es notable) y, sobre todo, de acuerdo con la
máxima del capital de esta época: la entrega de la vida al consumo, hasta el
último suspiro en todas las clases sociales.
El
dispositivo del bien, alimentado con mercancías capitalistas de todo tipo
(incluyendo muy particularmente las del espíritu) y con un sostenido esfuerzo
por arroparse bajo el influjo sensible de las marcas, es la maldita banalidad
de nuestra época. Con una enorme diferencia: ya no se sabe nada de los
muertos.
La arrogante y valiente filósofa Arendt no fue bella en vida. Von Trotta
la embellece y la acerca a su memorable retrato de Rosa Luxemburgo. Fue sí, una
disidente fuerte y corajuda. En la agonía de su amado Kurt Blumemberg, y
reprochado por éste, por atacar a las víctimas de Israel que, en definitiva, es
“su pueblo” (igual reproche le hará Hans Jonas), Hanna responde: “Siempre
supiste que no amo a ningún pueblo, ¿por qué amaría al judío? Sólo amo a mis
amigos, a ti te amo”.