Eppur si muove en Cuba

por Leonardo Padura

Aunque desde perspectivas foráneas podría parecer que poco ha cambiado en Cuba, la realidad es que, aunque no las estructuras políticas fundamentales, muchas cosas se mueven en la isla.  La emergencia del cuentapropismo les está dibujando un nuevo rostro a las ciudades y la vida cotidiana se mueve al ritmo de reformas que plantean más preguntas que respuestas. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana sobre temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratización, la homofobia, la creación cultural y sus libertades o el derecho a migrar podrían ser botones de muestra de la efervescencia que se respira.

A lo largo del último lustro, la palabra «cambio» ha ido perdiendo su connotación políticamente diabólica en Cuba. Tan terrible resultaba la sola mención (y hasta el sueño) de una posibilidad de «cambios», que en el año 2002 incluso se modificó la Constitución para patentar, en la ley suprema, que en el país nada cambiaría, por los siglos de los siglos. Aunque desde las perspectivas del materialismo dialéctico que deberían regir las doctrinas socialistas cubanas la inmovilidad perpetua no resulta algo precisamente muy pertinente, de forma constitucional se legisló y aprobó la irrevocabilidaddel sistema socioeconómico establecido, o sea, el socialismo, pues «Cuba no volverá jamás al capitalismo», según concluye el texto en una de sus adecuaciones.
La grave situación económica y social que desde entonces se fue perfilando en el país (recién salido de la devastadora crisis de la década de 1990, el eufemísticamente llamado «Periodo Especial en tiempos de paz») venía marcada por lastres como la improductividad de la empresa socialista, la ineficiencia de los sistemas de producción y distribución de productos agropecuarios, la corrupción en los más diversos niveles y frentes, el desvarío de la política del pleno empleo (las conocidas «plantillas infladas»), la fuga de profesionales –en especial profesores e incluso médicos e ingenieros– hacia otras actividades más rentables como la industria turística o la conducción de taxis clandestinos (el «boteo»), en fin, el resquebrajamiento de los órdenes económicos,sociales y hasta morales.
La conjunción de estas problemáticas fue creciendo en el país e hizo aún más evidente la necesidad de que, siempre dentro del sistema político del partido único (el comunista), desde las altas esferas de decisión se comenzara a clamar por la introducción de aquello que el propio presidente Raúl Castro, ya convertido de manera oficial en relevo del enfermo líder histórico, llamó «cambios estructurales y conceptuales». Unos movimientos casi todos centrados en la esfera económica, que han ido dando forma muy lentamente al nuevo rostro de la vida cubana... con proverbial cautela, pero lo van moldeando y haciendo diferente. En pocas palabras: lo van cambiando. 
Los nuevos cuentapropistas
Aunque desde perspectivas foráneas bien puede parecer que en Cuba pocas cosas han sufrido mutaciones, la realidad es que, sin llegar a tocar las estructuras políticas fundamentales, muchas han sido las transformaciones emprendidas. Y si sus resultados aún son poco visibles o esenciales, se debe más a la falta de profundidad hasta ahora alcanzada que a una cuestión numérica.  Porque justamente esa falta de movimientos más radicales y los pírricos resultados obtenidos con algunos de los cambios efectuados advierten de la necesidad de llegar a asuntos de fondo, al menos en las estructuras económicas de la nación caribeña.
Entre las diversas transformaciones ya emprendidas y en proceso de ampliación, quizás la más notable sea la revitalización y ampliación del trabajo por cuenta propia, o sea, el empleo individual o en pequeñas empresas al margen del Estado, aunque limitadas por este para que no se conviertan en grandes generadoras de ganancias. Se trata, por lo general, de oficios simples (algunos de ellos decimonónicos: aguateros, reparadores de monturas o de paraguas, etc.) y algunos servicios, sobre todo gastronómicos.
Dos elementos, entre otros, movieron a tomar una decisión que en la práctica derogaba la política de la «ofensiva revolucionaria» de 1968; esta, en un exceso de ortodoxia y afán de control, eliminó casi todas las formas de producción privadas sobrevivientes de las grandes intervenciones y nacionalizaciones de los primeros años revolucionarios y las colocó –y casi siempre destruyó– en manos del totalizador Estado socialista cubano. Cierto es que a mediados de 1990, cuando la crisis ajustó hasta la asfixia los cinturones de los cubanos, se admitió la reapertura de esa posibilidad laboral, pero de forma tan limitada y asediada que muy pocos de los que entonces optaron por sumarse a ella lograron sobrevivir a las tasas impositivas, los continuos chequeos y el pequeño espacio comercial que les fue concedido para su desarrollo. Resulta evidente que a esa solución de emergencia le faltó una verdadera voluntad política capaz de alentar el trabajo privado (que implica una cuota de independencia social y económica para el individuo), el cual ahora, según los discursos oficiales, tiene todo el apoyo del gobierno... pago de impuestos mediante. 
Los elementos en juego en estos momentos han sido, primero, la evidencia al fin reconocida de que el Estado/gobierno era incapaz de mantener en sus puestos de trabajo a la casi totalidad de la población laboral activa, buena parte de la cual, como bien dice el cubano de a pie, «hacía como que trabajaba, mientras el gobierno hacía como que le pagaba», pues ni eran lo suficientemente productivos o necesarios en sus labores ni podían vivir con los salarios oficiales en un país en el que el costo de la vida durante las dos últimas décadas se ha multiplicado por cinco, diez y hasta 20 veces –o más, según el producto o servicio–, y los sueldos apenas se han duplicado. 
Esta realidad llevó a los analistas económicos al gran descubrimiento de que alrededor de un millón de trabajadores estatales (una cuarta parte de la fuerza laboral activa) resultaban prescindibles. Más aún, debían ser racionalizados (despedidos), y la única vía para encontrarles una alternativa de supervivencia constituía en darles la opción del trabajo por cuenta propia o el aliento al cooperativismo... Se ampliaron entonces los posibles rubros de labor y se flexibilizaron muchas prohibiciones, aunque no se tuvo demasiado en cuenta la dificultad que puede entrañar para una secretaria de 50 años convertirse en dulcera, para un arquitecto, en albañil, para un técnico de cualquier rama, en vendedor de frutas con una carretilla callejera como las que hoy pululan por las calles de todas las ciudades cubanas.
El segundo factor radicaba en la propia improductividad de muchas empresas que, hoy mismo, corren el riesgo de ser desmontadas a menos que mejoren sus niveles de eficiencia, según lo han dictaminado los últimos documentos aprobados por el Partido/gobierno. Todo este movimiento de personal humano hacia actividades productivas o de servicios no regidas por el Estado garantizaría además una fuente de ingresos notables para el país, por la simple recolección de impuestos que cada cuentapropista debe pagar por el derecho a ejercer su trabajo y por las ganancias obtenidas, a lo cual se suma el pago de una cuota a la seguridad social.
En esos movimientos laborales y estrategias de búsqueda de eficiencia económica emprendidos por el presidente Raúl Castro y su renovado equipo de gobierno, entró a jugar un papel protagónico el dramático rubro de la producción de alimentos. Como bien se sabe, la favorable ubicación geográfica de Cuba, la fertilidad de sus suelos y hasta el grado de desarrollo técnico de muchos de sus habitantes hacían del país un sitio ideal para tener una industria agropecuaria potente e incluso competitiva. Pero ni en la agricultura ni en la ganadería, por las estructuras políticas y organizativas establecidas y por las prohibiciones para la comercialización de producciones (entre otras causas), se concretó esa posibilidad.
Tras el drástico desmontaje de una parte considerable de la industria azucarera, ejecutado en un momento en el cual los precios del azúcar no eran los más apetecibles y cuando el coste de producción cubano los hacía definitivamente despreciables, al mismo tiempo en que se cerraban muchas centrales azucareras (por demás, todo un símbolo nacional cubano), un porcentaje importante de tierras de cultivo quedaron «ociosas», sumadas a otras que, en manos del Estado, ya ostentaban tal condición desde hacía décadas.
Una nueva repartición de esas tierras entre viejos y nuevos campesinos, o recién creadas cooperativas agropecuarias, se ha ido desarrollando por el sistema de usufructo, con el propósito de revertir una de las realidades que más agobian al gobierno cubano: el hecho de que se debe importar entre 70% y 80% de los productos alimenticios consumidos en el país, con la consiguiente derogación de unas siempre escasas divisas. La entrega de tierras en usufructo, en cantidades crecientes y por periodos que se han ido extendiendo, no parece haber dado, sin embargo, resultados demasiado alentadores, al menos al día de hoy. Los propios datos oficiales muestran que, salvo algún incremento en la producción de arroz y frijoles, el resto de los rubros productivos anda por niveles inferiores a los del año 2007, justo cuando se comenzó a pergeñar el plan de reformas... 
¿Y cómo viven esos cambios los cubanos?
El salario promedio que paga el Estado a un trabajador ronda los 450 pesoscubanos, o sea, alrededor de unos 25 dólares. Pero al mismo tiempo que se han ido reduciendo las ofertas subvencionadas por la canasta básica (mediante la cartilla de racionamiento establecida hace medio siglo), la gran mayoría de los productos han aumentado su precio, tanto los que se venden en moneda nacional como en el peso cubano convertible (cuc), equivalente a unos 90 centavos de dólar. En dos palabras: el salario real es cada vez más magro.

Para la mayoría de los ciudadanos del país, la medida de todas las cosas se podría simbolizar con dos productos que han adquirido la cualidad de emblemáticos: el aguacate y el litro de aceite de soya o girasol. El primero, vendido en la moneda nacional por los carretilleros ambulantes, suele rondar un precio de 10 pesos. El segundo, importado de diversos países y expendido en las tiendas estatales recaudadoras de divisas, alcanza los 2,50 cuc, o sea, unos 60 pesos cubanos al cambio actual... Y la pregunta se repite, me la repito, nos la repetimos, sin que al final encontremos todas las respuestas o las más lógicas: ¿cómo un trabajador que devenga al día unos 20 pesos puede invertir la mitad de su salario en un simple aguacate? Y ¿cómo puede dedicar una octava parte de su ganancia mensual a la adquisición de un litro de aceite de soya? Este es, sin duda, uno de los grandes misterios cubanos, al cual el gobierno ha respondido con la confesión de que entiende que los salarios son insuficientes para vivir, pero que, mientras no aumenten los niveles de productividad y se «desinflen» las plantillas laborales, no será posible subir los sueldos y empezar a equilibrar esta extraña relación... que es absolutamente normal y cotidiana en un país donde nadie se muere de hambre... Quizás por obra divina –esa podría ser una respuesta, ¿no?–. A sobrevivir en esas condiciones los cubanos lo llaman «inventar» y lo engloban en el polisémico verbo «resolver».

El movimiento social que ha ido produciendo la revitalización del trabajo por cuenta propia ha servido para que una parte de la población obtenga mayores beneficios con su trabajo, a pesar de la carestía de los insumos y los impuestos que deben abonar. En esta búsqueda de horizontes de esperanzas, han ido apareciendo los nuevos «empresarios» (es un decir); se trata de cubanos que han montado refinados restaurantes, hostales en casas que alguna vez pertenecieron a la alta burguesía cubana (inmuebles ubicados en los mejores barrios de la ciudad y que muchas veces sus padres o abuelos obtuvieron gratuitamente por sus méritos revolucionarios), talleres de reparación de diversos equipos, incluidos teléfonos celulares y hasta iPhones que en las casas matrices habían dado por muertos. Las ganancias que obtienen algunos de estos emprendedores/empresarios (en realidad, un porcentaje ínfimo de la población) comienzan a ser notables y, para poder realizar su faena productiva o de servicios, hoy tienen autorización para contratar empleados, que perciben salarios muy superiores a los que, en promedio, paga el Estado. La relación entre esos empresarios y sus trabajadores, aun tratándose de pequeños negocios, ¿es la que había concebido el socialismo cubano? ¿O vuelve a ser la vieja fórmula de patrón-empleado? Esta es otra de esas preguntas que circulan en Cuba sin que haya una sola y convincente respuesta.
Como resulta fácil colegir, no todos los cubanos tienen alma, habilidad o posibilidades empresariales. De esa realidad comienza ya a desprenderse la evidencia de que la homogeneidad social y económica patentada por el sistema comienza a dilatarse y a permitir la aparición de capas o sectores que disfrutan de posibilidades de consumo con las cuales otros ni sueñan. O sí...  pero en otro sitio de la geografía planetaria.
El fenómeno de la migración es común en América Latina desde hace dos siglos y ha sido alentado por las más diversas razones, que van de las políticas a las económicas. Y en el caso cubano de los tiempos recientes, mezcladas ambas razones (y añadidas las sentimentales), se está viviendo un proceso a mi juicio preocupante: el de la pérdida de capital humano con suficiente (y hasta alta) preparación intelectual y técnica.
Mientras los ciudadanos del país esperaban la llegada de una muchas veces anunciada reforma migratoria prometida por el gobierno (y finalmente hecha pública el pasado mes de octubre con las «reservas» previstas respecto a las posibilidades de migrar de los profesionales), en verdad el flujo hacia el exterior de jóvenes con preparación cultural y técnica media y alta es un goteo que más bien fluye como un arroyo. Aunque las leyes migratorias cubanas, incluso con las modificaciones recientes, ponen diversas trabas a ese movimiento, son cientos los jóvenes ingenieros, informáticos, médicos, humanistas (y no olvidemos a los deportistas) que prefieren poner mar por medio e, incluso en tiempos de crisis económica global, apostar su futuro a la búsqueda de un espacio de desarrollo personal y económico que para ellos su país no puede ofrecerles.  Esta descapitalización de inteligencia entraña, sin duda, una de las pérdidas más costosas que está sufriendo un país en donde las personas de mi generación –entre 45 y 65 años– han comenzado a llamarse «los pa», padres abandonados...  por los hijos que salen a probar su suerte por el ancho mundo. 
No obstante, la propia existencia de esa inmigración difícil pero continua ha potenciado la presencia de una alternativa económica que tiene un peso indiscutible en la economía familiar y en la nacional: el envío de remesas de divisas desde el exterior. Ese dinero aportado por los familiares desde los diversos puntos del planeta en realidad no suele alcanzar grandes cantidades, pero en el contexto cubano su peso llega a ser enorme, habida cuenta de que si un médico gana al mes un promedio de 40 dólares por su valiosa labor, cualquier hijo de vecino puede recibir una cantidad similar o mayor enviada por un pariente y vivir del dolce far niente, y dedicarse, como se dice en el país, «al invento»... y no precisamente para el bien de la ciencia y la humanidad. 
El fin del igualitarismo
Pero mientras se esperaba la llegada de las reformas migratorias que normalizarán (o no) esta peculiar relación cubana con el derecho (o no) a viajar libremente, se ha ido poniendo en práctica en estos años otro grupo importante de modificaciones al entramado legal inmovilista y burocrático imperante. Estas modificaciones van desde la posibilidad de que los cubanos puedan abrir líneas de teléfonos celulares, comprar equipos de computación (lo cual no garantiza que luego tengan acceso a internet) o alojarse en los hoteles turísticos (siempre que paguen esos bienes y servicios en los ya mentados cuc, a precios a veces muy elevados), hasta la más reciente de que los propietarios de autos fabricados después de ¡1960! puedan vender a otro cubano su vehículo y, sobre todo, la de que los propietarios de inmuebles puedan hacer lo mismo con sus casas, dos medidas que parecen la revocación de edictos medievales y que, sin embargo, han puesto a circular una cantidad notable de dinero en el país.
De este modo, la sociedad cubana, sin que pueda hablarse de fracturas extremas o de nuevas clases sociales «capitalistas», se ha ido atomizando en sectores que dependen de su función económica o de su cercanía al dinero, llegado por una u otra vía. Una de esas vías es la consabida corrupción, contra la cual el gobierno ha emprendido una guerra frontal cuyos resultados más notables a veces conocemos gracias a la cautelosa prensa nacional. Pero el hecho es que, con los cambios, el igualitarismo socialista ya no funciona del mismo modo, ni por parte del gobierno, ni por parte de los ciudadanos. 
El proceso de reformas emprendido en la isla ha tenido uno de sus puntos más álgidos y controversiales en la relación que no ha podido establecer la sociedad con el universo de las llamadas «nuevas tecnologías», sin duda esencial para el desarrollo humano y económico en el mundo actual. Hasta ahora, la gran dificultad para que los cubanos tuvieran un acceso normal a internet y todos sus otros beneficios había tenido una pesada justificación: la imposibilidad del país de conectarse a los cables de transmisión de datos, pues estos pertenecen en parte o totalmente a compañías norteamericanas y, por la ley del embargo, Cuba quedaba excluida de la posibilidad de acceder a ellos. De esta forma, las comunicaciones debían (deben) establecerse por vía satelital, más lenta y costosa, incapaz de satisfacer las demandas de todos los posibles usuarios. Por tal condición, el acceso tanto al correo electrónico como a internet ha estado limitado solo a personas debidamente autorizadas por alguna entidad oficial, o abierto al uso de trabajadores o estudiantes de ciertos centros (universidades, algunas oficinas, departamentos de investigación). 
Pero la llegada a las costas cubanas de un cable tendido desde Venezuela, que multiplicaría por varios miles de veces la velocidad y capacidad de conectividad, fue anunciada por los medios oficiales como un gran cambio que revolucionaría los procesos de transmisión y recepción de datos, imágenes, señales televisivas. El cable, cuya llegada a Cuba fue publicada, solo debía esperar su inauguración cuando fuese dado de alta «operativa»... algo que meses más tarde, sin que se sepa la razón, todavía no ha ocurrido. ¿Llegó o no llegó el cable? ¿No funciona por dificultades tecnológicas o por una decisión política?... ¿O, como asegura mucha gente en las calles del país, su colocación y funcionamiento sufrieron los embates de la corrupción?  Sea por cualquiera de estas razones, lo cierto es que la internet rápida no funciona en la isla, sin que se haya explicado el porqué, y su inexistencia no solo afecta las posibilidades de comunicación de los ciudadanos que eventualmente, quizás, tendrían la autorización de utilizarla, sino que implica a todo un país que, si en verdad quiere cambiar, tendrá que hacerlo con los instrumentos de las nuevas tecnologías, el único camino posible para que una sociedad y su economía funcionen con los códigos globales del siglo xxi en el que avanzamos...
La extraordinaria peculiaridad de la sociedad cubana radica en la necesidad de cambios que la acerquen al mundo en que vivimos, pero sin que esos movimientos impliquen una posible transformación de sus esferas políticas y económicas fundamentales, como lo han refrendado los documentos y discursos partidistas y gubernamentales de los últimos años.
Pero si la política y la economía no han cambiado en lo esencial, el entramado social sí se ha puesto en movimiento, con avances y retrocesos, pero con una nueva perspectiva de aspiraciones, posibilidades, derechos exigidos por los ciudadanos de acuerdo con las nuevas condiciones y realidades que se han ido creando. Los constantes debates que se producen en la «intranet» cubana (la red que da servicio de correo electrónico) respecto a temas como la corrupción, el racismo, la necesidad de democratizar estructuras, la homofobia, la creación cultural y sus libertades, el derecho a migrar, el ritmo de los cambios anunciados, el impulso al cooperativismo, el resurgimiento de relaciones económicas de dependencia entre los individuos y no solo con el Estado, lamuy impopular Ley de Aduanas recientemente estrenada, podrían ser botones de muestra de esta efervescencia que se respira. Lamentablemente, solo un porcentaje no muy alto de la población tiene normal y fácil acceso a esos intercambios de ideas... Pero incluso una parte de esos afortunados, y sobre todo el resto de los cubanos que transitan hoy la «siempre fiel isla de Cuba» y compran aguacates a diez pesos, sí tienen una percepción de lo que se vive en la calle que, según el dicho cubano, «está durísima». Y se hacen preguntas para las que muchas veces no tienen respuestas.