Hoy, saqueos
por Martín Caparrós
Es viernes, mediodía. Veo
por la tele cómo, a treinta cuadras de mi casa, docenas de policías tiran gases
y balas de goma a cientos de pibes que los llueven a piedrazos –y están
tratando de volver a entrar en un depósito de Carrefour en San Fernando. Más temprano,
cuentan, cientos o miles se llevaron muchas cosas; ahora, empleados del
supermercado tapan la entrada con una barricada de carritos. TN lo muestra en
directo; mientras, el noticiero del canal oficial entrevista a Amelita Baltar
por sus cincuenta años de carrera –y un videograf anuncia que el Manchester
United está interesado en Ezequiel Garay. La Ley de Medios urge. Ningún canal
muestra imágenes de Rosario. En Rosario, esta mañana, murieron dos personas que
trataban de llevarse mercadería de dos supermercados –pero nadie parece
interesarse mucho por el tema. Va de nuevo: esta mañana mataron a una mujer y
un hombre que trataban de llevarse comida o algo en un par de negocios de la
segunda ciudad de la república. Mataron a un hombre y una mujer, esta mañana.
* * *
Siempre me sorprendió que
funcionara: uno de los grandes misterios de las sociedades contemporáneas es
que las personas respeten la propiedad ajena. Es difícil: supone que millones y
millones se resignen a una situación donde ven todo el tiempo lo que querrían
tener pero no pueden porque hay leyes y policías que lo impiden. Donde les
muestran todo el tiempo lo que no pueden, les ofrecen, los invitan todo el
tiempo a lo que no pueden: vestirse lindo, viajar, cogerse rubios, andar en
coche, comer todos los días. Las cosas están ahí, como si al alcance de la
mano; que los millones no estiren esa mano requiere una eficacia extraordinaria
de dos herramientas: el miedo, la ideología. El miedo es obvio: si lo agarrás
te agarran y te joden; se llama represión, y es indispensable para que todo lo
demás funcione.
Pero más todavía la
ideología: consiste en justificar que algunos tienen mucho y otros muy poco a
través de discursos –relatos– que van cambiando con los tiempos: que los más
claros deben tener y los oscuros no: los españoles sí y los indios no, digamos;
que Dios le ha dado a unos y quitado a otros; que las mujeres no están
preparadas para poseer nada, como sí los hombres; que tiene el que trabaja y el
que no tiene es porque es vago o tonto; que, en síntesis, es justo y necesario
que quien adquirió por la forma que sea tal o cual objeto lo hace suyo y nadie
más puede tenerlo a menos que le dé algo a cambio. La propiedad privada, le
decían, cuando se hablaba de esas cosas. Es un milagro –es el gran milagro
social de los últimos diez mil años– que tantos millones respeten esa idea, esa
ilusión tan laboriosamente sostenida. Pero eso no la hace menos frágil: de vez
en cuando –muy de vez en cuando– se rompen ciertos diques y la ilusión estalla.
Entonces, de pronto, parece tan extraña.
* * *
Todo empezó ayer, en
Bariloche: un descontrol que parecía localizado. La presidenta mandó 400
gendarmes; hace seis meses había dicho que nunca más iba a mandar gendarmes a
reprimir al interior. Después siguió en Campana, Rosario, San Miguel. A veces,
cuando alguien muestra que se puede, es como si no hacerlo no tuviera sentido.
De pronto parece natural todo lo que siempre pareció prohibido –y el dique de
la ideología se agrieta. El dique de la ideología no es gratis para los que lo
imponen: deben mostrar cierta conducta, cierta coherencia. Para que los
sectores de poder puedan imponer el respeto de la propiedad privada deben
respetarla a su vez. Cuando se ve que no la toman muy en serio –que roban los
bienes del Estado, por ejemplo, o lo que fuere–, se les complica un poco. Es la
famosa impunidad, que hace escuela.
* * *
Ahora los reporteros
entrevistan al señor Abal Medina, jefe de gabinete del gobierno nacional, uno
que consiguió cierta notoriedad hace cinco días diciendo que la cámara judicial
que juzga el tema de la ley de Medios era una “cámara de mierda”. Alguien le
dice que el dirigente sindical Hugo Moyano, al que el gobierno acusó de
fogonear los saqueos, negó cualquier relación con ellos.
–Esperemos que lo pueda
demostrar.
Contesta el jefe de gabinete,
invirtiendo la carga de la prueba. Y sigue hablando de los golpes
cívico-militares: este gobierno ve golpes en todo lo que pasa, conspiraciones
donde debería ver síntomas, problemas que enfrentar. Después retoma el cliché
más usado desde anoche: que los saqueadores se llevan plasmas, y que “llevarse
plasmas no es hambre, es vandalismo”.
Es un argumento curioso,
pre-económico: como si quien quiera comer solo pudiera lograrlo obteniendo
comida sin más mediaciones; como si no hubiera transacciones posibles. Los que
argumentan no parecen tomar en cuenta que llevarse plasmas, en principio, es
llevarse la posibilidad de comer durante un mes, no durante tres días. O,
incluso: llevarse la posibilidad de ver televisión en un plasma, que es lo que
su sociedad les propone todo el tiempo –aunque no les ofrezca los medios para
conseguirlo sino, más bien, las certezas de no poder hacerlo.
* * *
Es un momento –que saben
breve– de inversión, de ruptura del orden, carnaval en serio: acceder a todo
aquello que, todo el tiempo, les está vedado. Es la fiesta, la fiesta verdadera
–que, como todas las de verdad, se paga.
* * *
En la televisión, en San
Fernando, los cientos siguen tirando piedras aunque ya no parece que vayan a
poder entrar. Es –como hace unos días en el Obelisco, cuando los hinchas de
Boca– la alegría del descontrol, de la violencia como discurso pobre pero fuerte.
Salgo a la calle. El chino de mi cuadra dice que está mirando los saqueos por
la tele y no sabe si cerrar o no cerrar. Dice que cerraría porque le da miedo
lo que puede pasarle, pero que estos días de las fiestas viene mucha gente y
que si cierra va a perder mucha plata. Duda, no sabe qué hacer. Nos pasa a
todos.