El constitucionalismo popular no debe cometer más errores

(polémica con Ernesto Laclau)

por Juan Pablo Maccia

Debates y Combates. Filosofía+Política

Hace ya varias semanas que guardo silencio reflexivo sobre la evolución de la coyuntura política argentina. Los cacerolazos del llamado 13-S me convencieron de la necesidad de apagar la maquinita de la opinión automática ante cada hecho. Cuando los tiempos se aceleran tanto aumenta el riesgo de la palabra impresionista, sin arraigo profundo en la postura meditada.

Sin embargo, al escuchar la ponencia de mi colega Ernesto Laclau en un evento reciente (Debates y Combates) desarrollado por la Secretaría de Cultura de la Nación en Tecnópolis comprendí que mi reflexión ya estaba madura y que debía comprometerse en la discusión pública que se desarrolla en este momento caliente de la vida del país.


Ernesto plantea la cuestión de las instituciones. Y lo hace a partir de la cuestión –tan cara en él- “acerca de la democracia y las relaciones de representación”, y sostiene que no hay que partir de la contraposición entre institucionalismo y populismo. La pregunta que se hace (y que me parece excelente) es por la base representativa y democrática de nuestras instituciones.

Para Laclau el punto central es la necesidad de adecuar las instituciones, que reflejan las relaciones de fuerza de una sociedad, al proceso de cambio radical que estamos viviendo. Según él nuevas fuerzas históricas han entrado en la arena política, y se trata ahora de adecuar las instituciones a la nueva composición de fuerzas. Lo cual implica un conflicto con el orden conservador que desea mantener inalterado el statu quo. El momento actual es caracterizado, entonces, como el de un antagonismo entre una posición radical-democrática que se propone crear nuevas instituciones, y la posición conservadora que pretende defender el orden constitucional vigente.

La intervención de Laclau se propone examinar la justeza de la primera posición a partir de una evaluación de las instituciones que busca recomponer el orden de la representación, en contra del prestigio de las teorías de la democracia directa. Para entender su perspectiva hay que comprender que la función de la representación es necesariamente doble: se trata de, por un lado, la relación que va del representado al representante, pero también, por el otro, de la que va del papel del representante –que no es nunca neutral- al representado. Ya que el representante no solo expresa un mandato, sino que su turno es creador de un nuevo discurso que acaba modificando y transformando la voluntad misma de aquellos que representa.

El punto esencial de Laclau consiste en privilegiar este segundo movimiento: “Lo que los antirrepresentativistas parecen suponer es que hay una voluntad absolutamente constituida por parte del representado y que en todos los casos hay una transparencia a sí mismo de esa voluntad a ser representado. Esto no es así en todos los casos”. Sucede muchas veces que es la voluntad del representante la que determina la opinión de los propios representados. Está claro que estos “muchos casos” designa, sobre todo, las actuales experiencias “populistas” sudamericanas (Ecuador, Venezuela, Bolivia y Argentina).

Todo proceso político, generaliza ahora Laclau, se constituye en el elemento de la representación. Y dado que el papel activo que adopta el representante dentro del juego de la representación, queda claro que el llamado “representado” acaba por ocupar un papel secundario y pasivo. Incapaces de una presentación original y plena, no hay espacio en el juego político para una presentación autónoma de las subjetividades políticas.

Para argumentar este punto, Laclau acude –en un movimiento característico de su pensamiento- a la posición del comunista italiano Antonio Gramsci. Según Ernesto, en Gramsci comienza a elaborarse una concepción de la representación en términos de un proceso de “hegemonía”, hacia un Estado “integral”. Nuevamente, se trata –como lectores de Laclau- de comprender que este esfuerzo categorial va dirigido a pintar con colores más nítidos los grises del proceso de cambio llevados adelante en nuestro continente.

Veamos más de cerca como sucede todo esto. Se trata de seguir de cerca “la estructuración de ese momento de la representación política”, es decir, la operatoria de una nueva “fuerza representativa que empieza a crear un nuevo imaginario para la sociedad”. ¿Cómo se da este proceso por el cual unas fuerzas que maduran desde los nuevos representantes se dedican a crear un nuevo mundo imaginario para los representados?: “lo crea a través de unas energías, de un diálogo con movilizaciones sociales que ya está teniendo lugar, pero ese momento de la representación crea algo más”.

Es en este “algo más” que se juega el núcleo mismo de lo político en Laclau. Esta “x”, esta creación por parte de los nuevos representantes es lo que origina la nueva fuerza que pugna por modificar el juego constitucional. Y es esta nueva fuerza organizada desde arriba, desde un lugar en el cual la actividad le es completamente atribuida a los representantes, la que debe darle un nuevo contenido a las instituciones.  

Así, los representantes, los gobiernos progresistas, gozan de lo que podemos llamar “el privilegio transformador”. Ellos son quienes elaboran el contenido del cambio, y lo trasladan a partir de su tentativa por reformar la constitución, a las instituciones. En concreto, se trata de dotar de un poder mayor para los poderes ejecutivos (reelección ilimitada), contra los parlamentos, tradicionales reductos del poder conservador.

Por suerte Ernesto no se queda en la mezquindad de este pobre esquema e introduce dos importantes cláusulas ad hoc. Por un lado, no hay que reducir este juego a un estatismo aplanado. Debemos reconocer la existencia de nuevas fuerzas sociales de las que podemos esperar que surjan también formas institucionales propias. Por otro lado, tenemos que cuidarnos de las posiciones “ultra-libertarias” que se desentienden “enteramente del problema del estado” y propugnan una “democracia de base”, sin considerar que muchas demandas democráticas surgen “al interior de los aparatos del estado y de los sujetos que esos aparatos han creado”.

En síntesis, concluye Laclau, lo que necesitamos es una nueva forma-estado, o bien un Estado Integral: “necesitamos una sociedad civil más politizada, pero al mismo tiempo necesitamos tener un Estado mucho más sensible a las demandas de esa sociedad”. Y tenemos que evitar los riesgos que provienen de la autonomización del líder, pero también de la autonomización de estos nuevos movimientos de la sociedad. ¿Cómo se evitan estos peligros? Administrando estas tensiones potenciales, y tratando de crear formas articulatorias, formas hegemónicas. No se trata de un esquematismo teórico, sino de la descripción de un proceso de redefinición entre sociedad civil y estado que ya estamos viviendo.

Pienso que este tipo de elucubraciones universitarias tienen un problema de difícil solución. Por un lado, producen un efecto de encanto en las élites universitarias, porque ofrecen esquemas nítidos, y al mismo tiempo la ilusión de que la filosofía puede acompañar desde dentro los procesos políticos. Hay acá un primer aspecto: Laclau ofrece la posibilidad teórica de fusionar al intelectual con el funcionario de estado. Por el otro lado, es evidente que en su planteamiento el proceso de cambio hace eje en la actividad autónoma (aunque moderada, nunca exagerada) de un núcleo dirigente (los representantes) por encima de la movilidad que surge de la sociedad, reducida al papel de “representados”, o bien de sujetos de “demandas”.

Laclau expresa muy bien el momento de inversión del proceso de cambio, en el cual el impulso comienza a venir desde arriba. Ignora completamente los problemas derivados del tipo de inserción económica de la región en el mercado global. La resistencia de subjetividades que rechazan el modelo neodesarrollista y el tipo de mediocridad política que surge del monopolio de la representación en importantes segmentos de la burocracia política de los gobiernos progresistas.

Pero aún así, no es ésta la polémica que planteo con mi amigo Ernesto. Mucho más urgente me parece considerar el problema de la coyuntura, y de su planteamiento de la reforma constitucional centrada casi exclusivamente en la re-re-elección de los actuales gobernantes de Argentina, Bolivia y Venezuela, porque me parece especialmente carente de gracia y de matices. Y por lo tanto inconsecuente con la pretensión de aportar al problema del cambio político en curso en el país. Que no puede partir de sistemas teóricos tan prolijos, sino del contenido real del proceso singular que vivimos. Proceso que si por un lado se acelera y se torna cada día más dramático (7-d, elecciones 2013), por otro se encuentra estancado, sin creatividad política de parte del gobierno, y con una baja de la capacidad imaginaria de la militancia que acompaña al gobierno.

El dilema actual se reduce a una fórmula sencilla: cuanto más se hace centro en la relección, menos posibilidades inventamos de reavivar el proceso de cambio. Tal vez haya que abandonar los espejitos dorados. Ni Venezuela, ni las lecciones teóricas de Laclau parecen resolver el problema de la falta de recambio. ¿No habría que retomar la interlocución vivaz y abierta con esa mayoría que no se encolumna día a día con el kirchnerismo, y que ni mucho menos desea cobijarse en los cantos de sirena del neoliberalismo?, ¿no habría que romper los espejos de Narciso de los militantes, los intelectuales y representantes, para volver a inventar formas políticas a la altura de los desafíos planteados?

Un verdadero constitucionalismo popular no puede caer en este tipo de errores facilistas. La verdadera crítica al populismo no vendrá de las élites conservadoras, sino de las necesidades de protagonismo popular que tienen una agenda propia para pensar la reformulación de las instituciones. No unas “demandas” en abstracto, sino unas luchas concretas. No una perenne atención a la vida del palacio, sino una necesidad de volver a pensar la relación política en base a los impulsos constituyentes que surgen en torno la persistencia del mercado neoliberal de trabajo, de las atrocidades de los agronegocios, o de la persistencia de policías mafiosas que controlan y aterrorizan a barrios enteros como modo de mantener la paz social en los barrios. Todas cuestiones que la Laclau ignora por completo y que nuestros representantes, por el momento, excluyen como problemas esenciales de nuestras vidas materiales, reales, esas que deberían ser la base real para un constitucionalismo vivo hecho desde abajo.