El odio a la política

(respuesta a Rosa Lugano)

por Juan Pablo Maccia



Cuando me invitaron a escribir por primera vez en Lobo Suelto!, creí la cosa sería más fácil y que podríamos ponernos de acuerdo en una intervención práctica, una campaña efectiva para intervenir en la coyuntura haciendo de la blogósfera un laboratorio activo de ideas e iniciativas políticas; que podríamos hacer otra cosa que comportarnos según la alternativa boba de la oferta y la demanda de opiniones.

Me pareció, en definitiva, que podríamos inventar algo nuevo, que nos corriera del sitio tan confortable como pelotudo de quien se limita a conectar la información ambiente con la opinión correcta, ganando puntos para acceder a las ligas mayores del jetoneo.

Y aunque me divierten las repuestas a mis columnas de opinión (casi todas rastreando mi pertenencia al kirchnerismo, o bien mi fondo gorila), debo decir que la segunda respuesta de Rosa Lugano me desalienta profundamente. Mis intervenciones no buscan de ningún modo satisfacer las demandas multiculturales o de género. Y para decirlo todo: detesto esas demandas al punto que las considero pesadas señales de clausura moral y de “odio” a la política.


Sucede que el campo del análisis político en el que me desempeño no soporta tanta carga valorativa. Y en esto pongo a Lugano en representación de todos aquellos que se acomodan a la luz del sol “progre” y despliegan sus creencias, hábitos y kioscos sin atreverse a penetrar ni un poco en el juego de las relaciones de fuerzas y las coyunturas en las que se pone en juego el asunto del poder.

El “odio” a la política es un modo muy general de resentimiento. Las personas que se marean ante la pluralidad de mundos que es la democracia real prefieren fugar hacia salones bien pensantes para hablar de cine, de negocios o de “filosofía”, o bien entregarse a las vidas sanas y a las polémicas universitarias en torno a la ecología y las militancias feministas.

Sucede a estas almas que no les parece de interés preguntarse por el acto lleno de obreros (todos varones, argentinos y peronistas) de Moyano en la Plaza, ni por las trifulcas en torno a la sucesión presidencial. Todos estos temas les resultan “menores”. Del mismo modo no consideran que valga la pena tratar de detectar entre la neblina la dirección en la cual sopla el viento chino. Todos estos problemas son tratados como cuestiones “bajas”, condenados junto a todo lo plebeyo como asunto de “los medios”, como si el mundo mediático fuese insignificante o bien indigno.

Este estado de escándalo permanente con el cotidiano político de nuestro tiempo envuelve un ánimo completamente impotente y responde a una dolorosa experiencia de frustración. Quienes desdeñan el mundo de las militancias y minusvaloran los modos en que se organizan las instituciones de nuestras sociedades no son idealistas sino “teólogo”, sacerdotes que gastan sus días ironizando sobre nuestra humanidad en nombre de modelos perfectos que solo existen en sus cabezas.

Lo único que podemos pedir a estos despreciadores de la vida colectiva es que no contaminen con su odio a la intelectualidad de masas, cuya esencia es irreductiblemente política (estoy pensando en cosas muy concretas como la universidad más o menos gratuita y libre; las tramas sindicales de base; las redes creativas, artísticas, etc.).

Y es que una vez que se debilita la capacidad de admirar el juego efectivo de los cuerpos que se articulan configurando formas políticas diversas (de las que todos formamos parte) algo profundo comienza a pudrirse.  

Hasta acá, entonces, con la polémica. No quiero terminar enredado con este de reacción moralista. Entregada de lleno como está a pasiones antidemocráticas, no me es posible dedicarle atención sin entristecerme y perder todo impulso orientado a las verdades cuestiones colectivas. Prefiero volver la mirada al juego de la política real, esa que se da semana a semana y que nos inquieta a todos, aunque no tengamos garantías de “bien-pensantes” cuando la comentamos.

Sucede que el juego de la política está que arde desde que el gobernador Scioli aceleró los tiempos declarándose a sí mismo heredero natural del proyecto kirchnerista, sin consulta previa a una Presidenta que no atina aún a dar con una estrategia definitiva (sea para destruirlo, sea para limitarlo, sea para sustituirlo).

La respuesta de la Presidenta, es evidente, no tardará en llegar. La confección de las listas para las elecciones legislativas del 2013 constituye un límite temporal preciso. Por ahora se trata de ganar tiempo. La tarea no es sencilla: se debe mantener vacío el espacio de la sucesión (que Scioli, claro, quiere okupar).

Digo que la cosa es peliaguda porque lo cierto es que la pelota está en el aire y hasta que no se la controle y se la juegue de nuevo por abajo no está del todo bloqueada la operación “nestorista”. ¿Qué es esto? La constitución del sciolismo como movimiento interior a la hegemonía kirchnerista, por la vía de una reivindicación de la coalición que gobernó el país entre el 2003 y el 2007 y que hoy por hoy se resiste a lo que vive como un intento de jubilación de prepo: Scioli, Moyano, Alberto Fernández, Lavagna y todos los cachos del viejo peronismo que puedan juntar. 

De todos modos, la movida presidencial ya está en marcha hace rato. Consiste en la organización de un partido nuevo, una organización propia que comenzó a tomar forma en el acto de Vélez. Este nuevo núcleo partidario tiene una gran ventaja sobre sciolismo: se constituye como fuerza nueva en medio de la crisis. Es decir, está forzado a pensar de otro modo. De allí saldrá el futuro.

Este nuevo partido se llama por ahora “unión y organización”. Su composición es esencialmente transgeneracional. Su línea política estratégica consiste en aprender a gobernar la Argentina Brick en medio de la crisis. Su línea política táctica consiste en jubilar uno a uno a los líderes políticos.

Este partido en formación tiene muchos problemas. Uno, por ejemplo, es la debilidad de su plan táctico en el nivel sindical. No es un dato menor. Este solo hecho puede permitirle a Moyano debilitar los planes trazados. 


Sin embargo, el mayor problema del nuevo partido radica en la naturaleza de sus cuadros medios, esos jóvenes de “cuarenta” que ofician de mediación entre la líder y la tropa, y que carecen por completo de fuerza subjetiva propia (el caso de Iván Hayne fue un primer aviso).

Estos “jóvenes” pertenecen a una generación que no sirve para obedecer, y menos aún para mandar. Lo que sucede con la generación del 2001 es que no resulta para nada convincente a la hora de inventar mitos y resucitar la fe desterrada. El amor a la política es, para nosotros, ante todo señalamiento del vacío, invención de puentes sobre la nada (sin presupuesto público ni “sueños compartidos”).

Estos meses venideros serán clave. Vamos a ver desplegarse una batalla política inédita, con partidos nuevos y generaciones expectantes. ¿Podemos asistir callados a la contienda sin inventar un modo “nuestro” de participación? Ya hemos permanecido mudos en el pasado. No hay dudas de que, por inercia, tendemos a repetir el gesto. No me animo a hacer predicciones al respecto. Solo señalo algo que todos podemos percibir. Y es que de participar efectivamente, nuestra generación atesora el código secreto de una potencia capaz desbalancear el tablero. ¿Seremos capaces esta vez?