Entre Midan Sol y Midan Tahrir
Por Amador Fernández-Savater
Invitado por el
Goethe Institut para compartir mi visión del 15-M en un encuentro sobre
“política y cultura en tiempos de cambio”, viajé a El Cairo durante la semana
del 5 de diciembre acompañado de mi amigo David PM. Estas son algunas de las
reflexiones que fuimos haciendo entre los dos a lo largo del viaje.
Nos cachean y nos
piden la documentación antes de entrar en Plaza (Midan) Tahrir, que sigue
ocupada tras las protestas en los primeros días de elecciones. Un joven
revolucionario embutido en un chaleco protector nos explica la medida. Se trata
de prevenir en lo posible el acceso a la plaza de los matones pagados para
sembrar el caos, desacreditar las protestas y justificar así a Mubarak (antes)
y al ejército (ahora). “¿De dónde venís?”, nos pregunta. Respondemos “Midan
Sol”, como siempre. La Puerta
del Sol es ya como otra ciudad, otro país. El mejor pasaporte que podemos
mostrar en Plaza Tahrir. Se golpea el corazón con el puño y nos estrecha la
mano sonriente: “contad a la vuelta la verdad de lo que pasa en Egipto”.
La verdad de lo que
pasa en Egipto. El guardián de la
Plaza se refiere seguramente a que la situación no ha
mejorado mucho tras la caída de Mubarak. Mucha gente nos dice que casi todo lo
contrario. El ejército gestiona el mismo régimen de Mubarak pero sin Mubarak:
despotismo político, saqueo económico, corrupción generalizada, el miedo y la
mentira como estrategias de gobierno. La represión es incluso más intensa que
antes: las manifestaciones son atacadas con violencia, a veces a tiros; sigue
vigente la ley de emergencia de 1981 que permite la detención arbitraria sin
cargos ni juicio posterior; hay doce mil manifestantes detenidos y los civiles
esperan juicios militares; se han denunciado un sinfín de casos de tortura y
maltrato, por ejemplo “tests de virginidad” a las mujeres detenidas; la
manipulación informativa campa a sus anchas en la televisión pública, etc.
Pero lo cierto es
que el guardián de la Plaza
nos hace un encargo demasiado pesado. David y yo llevamos sólo unos cuantos
días en El Cairo, no nos vamos a quedar muchos más. Nuestra sensación es que estamos
muy al principio de poder entender bien algo. Con toda seguridad hay fuentes mucho más fiables
para informarse de lo que está pasando en Egipto. Quizá lo más valioso que
nosotros podemos aportar de vuelta son los apuntes del diálogo frágil y
complejo que nos empeñamos en establecer una y otra vez entre Midan Sol y Midan
Tahrir, entre el 15-M y la primavera árabe. ¿Son dos mundos distintos, el mismo
mundo o las dos cosas a la vez? ¿En qué sentido podemos decir que estamos en
una lucha común?
Para viajar hace
falta compañía. Sólo en compañía podemos franquear la distancia típica del
turista: o bien demasiado perdido y asustado, o bien demasiado confortable en
la burbuja de los circuitos preestablecidos. Necesitamos compañía para
perdernos sin perdernos del todo, para encontrarnos más allá de los clichés y
los estereotipos. En El Cairo y en la vida. Nosotros tuvimos la suerte de
contar con la compañía de Olga (Rodríguez) y Rosa (Pérez). Olga ya nos venía
acompañando antes, con sus crónicas y análisis sobre la realidad egipcia en
Público y periodismohumano.
Rosa traducía mi charla en el Goethe, viajó a Egipto hace un año para aprender
árabe y ha visto cómo su vida era tocada y enriquecida por la revolución. Olga
y Rosa nos han explicado y contextualizado, nos han ayudado a prestar atención
y a traducir los códigos, nos han puesto en contacto con otras visiones,
personas y relatos. Y nos lo hemos pasado fenomenal juntos. A las dos, pero
también a Tarek (Shalaby), Hassan (Soliman), Marc (Almodóvar), Ahmed (Ebeid),
Nico (Salazar), ¡mil veces sucram!
Sol y Tahrir,
espacios de cualquiera
Les preguntamos a
Olga y a Marc qué paralelismos ven ellos entre Sol y Plaza Tahrir y aparecen
muchas conexiones. La revuelta egipcia no tiene líderes: en todo caso hay
referentes. Pero si a alguno de ellos se le sube la fama a la cabeza y trata de
convertirse en líder, se le recuerda enseguida que sólo es uno más. Nos cuentan
que es lo que ocurrió por ejemplo con Wael Ghonim, el trabajador de Google que
desde las páginas en Facebook convocó a la manifestación del 25 de enero y fue
detenido en los primeros días de la revuelta. Al parecer, cuando Ghonim salió
de la cárcel dio por bueno el segundo discurso de Mubarak en el que anunciaba
su retirada en seis meses y llamó a la gente a volver a casa. Se agradeció
mucho su aportación a la causa, pero nadie le hizo caso.
Marc nos cuenta que
entre enero y febrero no había banderas en la plaza y lo que abundaban eran los
carteles individuales con mensajes originales, juegos de palabras o burlas del
régimen. El lenguaje de las consignas que se escuchaban en Tahrir no está muy
codificado políticamente. Era (y es) directo y sencillo: pan, libertad,
dignidad, justicia social (Rosa nos explica que pan y vida se dicen igual).
Basta de opresión, hambre, humillación, miseria. Fuera Mubarak. Cualquiera
puede reconocerse en sus consignas. Van al grano, son universales e inclusivas,
como “democracia real ya” o “somos personas, no mercancías en manos de
políticos y banqueros”. Menos es más, tanto en Tahrir como en Sol. Las palabras
que parecen en principio más vacías, planas y abstractas son sin embargo las
que tienen más capacidad de abrir la situación y reunir a muchos diferentes.
La fuerza de Tahrir
durante el levantamiento de enero y febrero consistía en la pluralidad que
convivía en la plaza: clases medias y populares, hombres y mujeres, adultos y
jóvenes, musulmanes y cristianos coptos. “No era sólo gente de izquierdas”, nos
dice Tarek, “había un poco de todo”. Olga nos cuenta que los primeros
comunicados que se lanzaron desde la
Plaza se firmaron simplemente como “la gente de Tahrir”. Un
nombre para los que no tienen nombre, un espacio en el que cualquiera puede
contarse. Todo el rato nos vienen a la cabeza algunas palabras clave del 15-M:
inclusividad, respeto, personas, “somos todos”…
Aún quedan huellas
en la plaza de esta convivencia entre diferentes: nos llama la atención ver
pintado en las paredes el símbolo de la media luna rodeando una cruz. Más
tarde, en una película que pasan en el Goethe Institut, vemos las imágenes
impresionantes de los cristianos coptos protegiendo el rezo de los musulmanes
en la plaza frente a la policía y marchando juntos tras una pancarta que dice “todos
somos uno”. Alianzas imposibles: cuando salimos de nuestro lugar y nos
engarzamos con el otro, ese otro del que todo nos separa en la organización de
las cosas existente, las cosas se mueven y lo imposible se hace posible.
En las imágenes de la Plaza se pueden ver también
a muchísimas mujeres. Como dice la activista Gigi
Ibrahim en una entrevista de Olga, “durante los dieciocho días de las
protestas en Tahrir las mujeres fuimos protagonistas indiscutibles, mano a mano
con los hombres. Fuimos tratadas con respeto, escuchadas y seguidas”. Y también
hay una presencia masiva de jóvenes. Marc nos lo explica así: hacerte adulto en
Egipto pasa por el matrimonio. Pero las condiciones para casarse (vivienda,
salario) se han complicado muchísimo en los últimos tiempos. El malestar de una
juventud alfabetizada pero sin perspectivas de futuro estalló con furia en la
revuelta. ¿Qué pasa, qué pasa? Pues que allí tampoco tienen casa.
Más tarde las
banderas han vuelto a Tahrir, sobre todo la bandera egipcia. También las
tensiones étnicas y de género. Todo depende, nos dicen, de la cantidad de gente
que se junte en la Plaza:
cuando hay muchas personas, el espíritu de unidad y respeto es fuerte; cuando
hay pocas, afloran las divisiones latentes en la sociedad que el poder
instrumentaliza a placer.
Tiempo de humus
Nos pasa una, dos,
tres veces. Aquí nadie llega puntual a las citas. Se puede llegar a esperar
varias horas. ¿Cómo es posible? Tarek nos lo explica muerto de risa: “el truco
para quedar con un egipcio es elegir un lugar donde siempre tengas a mano un
plan B o incluso C”.
David había estado
en Marruecos y no le sorprende tanto, pero para mí la experiencia es un choque.
Me parece que todo va muy lento, siempre con retraso. Pero esas son palabras y
juicios que pongo yo, habituado al tiempo de la urgencia que domina en los
países occidentales. Ese tiempo siempre ocupado. Esa carrera permanente por
llegar al mismo sitio. La sensación permanente de que “no hay tiempo” y está
uno descuidando mil cosas. Y el placer excepcional (pero acotado en fechas
fijas) de “perder el tiempo”.
La temporalidad del
activismo político siempre me ha parecido muy atravesada por esta lógica que es
finalmente la lógica capitalista de la producción. Casi nunca hay tiempo para
lo improductivo: los momentos bajos, la reflexión o la socialidad sin objeto ni
objetivo.
Allí nos parece -o
nos imaginamos- que el tiempo de la revolución egipcia es otro. Un tiempo de
latencia, de humus. Algo se va preparando, en silencio, casi
imperceptiblemente. Cada cual hace su aportación y contribuye desde su sitio,
pero sin ponerse en el centro ni pretender arrastrar los procesos. No hay
prisa, se trata sobre todo de estar atento y disponible. Atento a lo que está
pasando, disponible para implicarse en lo que viene. Incluso velozmente: de
pronto el humus prende y hay que actuar. Tiempo(s) de la implicación contra
tiempo de la urgencia.
Por lo que hablamos
con unos y otros, la revolución egipcia no parece tener estrategias a largo
plazo demasiado claras. Pero hay confianza en que se ha abierto una situación y
hay un proceso en marcha. A veces no se ve, pero eso no quiere decir que no
exista, sino que es un proceso subterráneo y discontinuo. Confianza en que la
revolución ha liberado energías, ha marcado para siempre las vidas y ya no hay
vuelta atrás. Confianza, no tanto en el futuro, sino en que el presente está
cargado de futuro. Quizá no sea hoy ni mañana, pero sin duda volveremos a Plaza
Tahrir.
Si queremos forzar
la cita con la revolución nos angustiaremos, ella tiene sus tiempos y no se
deja empujar. El truco para encontrarnos es seguir moviéndonos con un plan B o
C, sólo así nos cruzaremos por el camino.
La tecnología como organización
La tecnología como organización
Nadie niega la
importancia de las redes sociales en el levantamiento de Plaza Tahrir. Incluso
quien cree que está sobrevalorada y no deja ver el papel decisivo de las luchas
de fábrica en la caída de Mubarak, no le quita su valor. El uso político de
Twitter, Facebook o Youtube es muy intenso. Mucho más que en España. Yo sería
incapaz de citar a diez bloggeros españoles de referencia, pero los amigos
egipcios nos citan uno tras otro. La tecnología puede ser la misma en todas
partes, lo que difiere no es tanto la facilidad de acceso, como sobre todo la
necesidad de hacer algo con ella. Esa necesidad sentida masivamente ha creado
en Egipto una verdadera cultura de resistencia en Internet. Las redes sociales
son una de las mejores maneras de sortear la manipulación televisiva, mostrar
lo que se quiere invisibilizar, hacer oír otras voces y relatos, autoconvocarse
en la calle. Nos hablan de las páginas de Facebook como si fueran
organizaciones políticas. Y cuando le preguntamos a Tarek qué grupos tienen más
influencia para llamar a la protesta, nos responde muy serio: Youtube. Los
activistas egipcios lo graban todo, ninguna escena de brutalidad policial debe
quedar impune o pasar desapercibida. Hay que registrar cada abuso, cada
injusticia y darlos a conocer. La pugna contrainformativa con el relato oficial
de la realidad tiene más fuerza que en España, como si aquí nuestro problema no
fuera tanto el ocultamiento de lo que pasa y el desconocimiento de la realidad,
sino qué podemos hacer con lo que ya sabemos.
No violencia,
resistencia y legitimidad
En la conversación
entre Midan Sol y Midan Tahrir quizá hay un malentendido en torno a la no
violencia. O un entendimiento apresurado: se ha transmitido una imagen
demasiado edulcorada de la resistencia egipcia. En la revolución no hay armas,
ni grupos especializados en ejercer una violencia separada. Pero defender la Plaza les ha exigido y les
exige muchas veces piedras y fuego. La novedad del 25 de enero con respecto a
protestas anteriores es que la gente no se dejó disolver, ni desalojar de la Plaza y aguantó con firmeza
los ataques brutales de una policía sin escrúpulos. Recordemos que ochocientas
personas murieron en el levantamiento de enero-febrero, ochocientas personas… Una
idea purista de la no violencia corre el riesgo de ponerse a distancia de la
resistencia de los egipcios en Tahrir, cuando en general nadie duda allí de que
se trata de una revolución pacífica. Alguien nos dice al respecto: “no se
explica si no cómo los camelleros y matones que Mubarak lanzó contra los
manifestantes en Tahrir sólo eran reducidos y luego entregados a la policía o
introducidos en el metro para evitar linchamientos”. Simplemente violencia y no
violencia tienen umbrales diferentes aquí y allí. Marc nos cuenta que escuchó a
alguien arrojar un cóctel molotov a la policía al grito de “¡paz ahora!” Lo
importante es que se trata de violencia defensiva que protege los lugares
conquistados y arrebatados al poder, algo bien diferente de la estrategia de
los grupos y las vanguardias armadas que buscaron durante el siglo XX una toma
violenta del poder. La conversación más interesante entre Sol y Tahrir no gira
en torno al carácter más o menos pacífico de las acciones, sino sobre la
legitimidad que tienen a la vista de todos, el espacio que construyen, si todo
el mundo se reconoce y se siente englobado por ellas, si son en definitiva
acciones de consenso, entendido como “sentido compartido”.
Ochocientas personas
muertas en el levantamiento. Cuesta entenderlo desde coordenadas europeas:
¿cómo la gente acudía y acude en masa a la Plaza sabiendo a lo que se expone? Tarek nos
cuenta que en enero se gritaba “hoy voy a morir” pero que eso no significaba
que nadie quisiese inmolarse en el enfrentamiento, sino que todo el mundo
entendía que le podía tocar. Era una manera de hacerle saber al régimen que ya
no podía contar para sostenerse con el miedo que nos vuelve conservadores,
porque se lo había expulsado colectivamente hasta el punto de no querer ya
conservar la vida a cualquier precio y de cualquier forma. “Ahora estamos
vivos”, grita un manifestante en otro vídeo que vemos en el Goethe. Tan vivos
que arriesgamos la vida.
Una noche cenamos
con activistas de la
Plaza Tahrir. Nos impresionan sus historias: uno tiene la
pierna cribada por perdigones, otro fue detenido en Siria en marzo y torturado,
están los que conocen desde dentro las prisiones egipcias, todos han perdido
amigos, todos tienen amigos encarcelados. Pero no palpamos rencor o
resentimiento por ningún lado, ni escuchamos discursos que hablen de venganza.
Marcados por el dolor, los activistas de Tahrir nos transmiten más bien una
extraña alegría, otra intensidad de la vida y siempre una enorme confianza en
el futuro de la revolución. Como cayó Mubarak, caerán los mini-mubarak que
gobiernan todas las instituciones del país.
Vemos mucha gente en
Tahrir con un parche en el ojo. La policía dispara perdigones a la altura de la
cara en las manifestaciones. En las paredes se repite la plantilla con el
rostro de un soldado que aparece en un vídeo jactándose de su puntería para
estallar los ojos de los rebeldes. El parche se ha convertido en un símbolo.
Hay quien lo lleva “no por mi ojo, sino por el que ha perdido mi hermano” (o mi
amigo, mi vecino, mi compañero). Se trata de mostrar las cicatrices en el
espacio público frente a la voluntad oficial de olvido y la imagen de
normalidad.
El recuerdo de los
“mártires” de la revolución (así llaman a los caídos) está presente por todas
partes: fotos, carteles, graffitis, ataúdes simbólicos en los espacios de
concentración. Los familiares tienen un peso muy importante en la organización
de las protestas. Prolongar la lucha del ser querido asesinado es una manera de
honrar su memoria y dar sentido a su muerte. Pero también hay quien se muestra
preocupado al observar en la plaza algunos comportamientos extremos que asumen
a los mártires como modelo. Nos preguntamos sin respuesta por el equilibrio
difícil entre la exigencia de recordar a los muertos y el riesgo de convertirlos
en héroes.
La política y los
amigos
Se nota que el lazo
social es muy denso. Pensarse a la occidental como átomos individuales que se
conectan y desconectan a los otros según les convenga les parece una idea muy
extraña a los amigos egipcios. Según nos dice Hassan, uno es en, por y a través
de sus vecinos, sus amigos y su familia. Un punto de cruce en una maraña de
relaciones. “Estoy seguro en el barrio y en mi casa, no por la ley o la
policía, sino porque confío en mis vecinos”, añade. Olga nos cuenta que es muy
normal que los amigos conozcan y hagan vida con los padres de sus amigos, una
cosa rarísima para nosotros. Y concluye: “no se entiende la Plaza Tahrir sin los
amigos”. Se va en compañía de los amigos.
La densidad del lazo
se percibe en la calle: calle vivida, poblada, habitada, proliferante,
abigarrada. Un enjambre permanente de personas que van y vienen, venden,
conversan, rezan, toman té y ocupan el espacio público. La calle es un espacio
de vida. Nada que ver con la ciudad occidental hiper-regulada, donde un
botellón, unos chicos tocando los tambores en un parque o un huerto urbano son
una anomalía a neutralizar de inmediato. Para bien o para mal, El Cairo es un
gran caos y todo son anomalías. ¿Aportó algo esa experiencia cotidiana de la
ciudad (y los saberes que le están asociados) al enjambre rebelde de Plaza
Tahrir?
Paseando un día por
la calle Mohamed Mahmud, que fue escenario principal de la última protesta, nos
detenemos ante el espectáculo que ofrece: las paredes llenas de graffiti, todas
las ventanas que dan a la calle agujereadas o rotas, un gran muro levantado por
la policía cortando la calle, rebeldes de Tahrir que pululan, trabajadores de
Pizza Hut limpiando la acera bajo la atenta mirada del encargado y de pronto
unas cincuenta personas de chaqueta y corbata que vienen de una boda y
atraviesan la calle felices, cantando. Uno de ellos nos mira y responde a
nuestra estupefacción: “Welcome to Egypt!”
La densidad del lazo
social es ambivalente: el otro está atento a ti para cuidarte… o vigilarte.
Frente a nuestro hotel hay un parquecito al que acuden las parejas. Las más
atrevidas se cogen de la mano. El lazo social desigualitario funciona también
para colocar a cada uno en su sitio. Ser expulsado del lazo es el castigo más
duro: es la suerte de las mujeres repudiadas que observamos pidiendo en la
calle. El mayor castigo es el aislamiento.
Se interpreta el
15-M como un “despertar” del individualismo. En Estados Unidos, donde éste es
aún más intenso, hablan al respecto de Occupy Wall Street de “el milagro de
estar juntos”. En Egipto el milagro consistiría quizá más bien en juntarse con
el otro con una causa política en común y atravesando las divisiones sociales
en pie de igualdad (hombres y mujeres, coptos y musulmanes, etc.).
Una reapertura de la
historia
Dictadura, poder del
ejército, religión y represión sexual… uno tiene todo el rato la tentación de
pensar: “están como en España hace treinta años”. Como si la historia fuese un
carril único en el que unos van más adelantados que otros. “Les sacamos treinta
años de ventaja”, “están atrasados”, “uy lo que les queda”. Pero los amigos
egipcios son muy claros al respecto: “queremos salir de la represión política,
económica, sexual y religiosa, pero eso no significa que queramos el modelo occidental
de democracia, mercado, relaciones entre géneros o (no) espiritualidad”.
Mientras que occidente se plantea como juez e ideal, el deseo que nos
manifiestan los amigos egipcios es inventar caminos propios, sin modelo. Si no
fuera así la primavera árabe tendría muy poco que decirnos. Nos emocionaría su
heroísmo contra la tiranía, pero poco más. No podríamos aprender nada de ella.
No habría conversación posible.
Pero no es el caso.
La primavera árabe no expresa la voluntad de los últimos del pelotón en llegar
al “final de la historia”. De hecho Hassan nos dice: “sabemos que en España
tampoco hay democracia”. Cada vez está más claro que el matrimonio entre
democracia y capitalismo era puntual y de conveniencia en el mejor de los casos
y una estafa en el peor. La primavera árabe no significa por tanto el
reforzamiento de la idea de un “final de la historia”, sino por el contrario la
reapertura de la historia, su “despertar” como ha escrito
Alain Badiou recogiendo la metáfora que resuena hoy en tantos sitios.
Sólo desde ahí se vuelve posible una conversación donde la palabra del otro nos
interesa de verdad porque nos puede modificar. Y por tanto también un juego de
aprendizajes recíprocos, préstamos y reapropiaciones entre Midan Sol y Midan
Tahrir (y Occupy, etc.).
La onda que comienza
en Túnez y Egipto ha despertado la posibilidad de luchar por otras formas de
organizar la vida en un mundo globalizado y por tanto cada vez más común. Ahora
depende de nosotros pensarla, cuidarla, prolongarla e inventar formas a su
altura para organizarla. La situación está abierta, está todo por hacer. Quizá
no es exactamente lo que el guardián de la Plaza nos encomendó que contáramos a la vuelta,
pero es el mensaje que nos sentimos autorizados a traernos de Midan Tahrir.