Agasajo Bicentenario

 
El clima estaba muy tenso, se había enrarecido. Cuando todo parecía estar listo para la gran celebración, un nuevo incidente, de esos que abundan cotidianamente, parecía amenazar la fiesta. Por primera vez en estos doscientos años de historia, el Estado argentino reconocía trayectorias de lucha que no podían encuadrarse en la clásica figura del obrero peronista. En la previa del Ministerio de Desarrollo Social todo destilaba fervor. Los viejos cuadros setentistas, ahora desde sus oficinas que comandan el ministerio, habían dispuesto la escenografía y el cotillón. Dos imágenes que inspiraron a la juventud revolucionaria copaban la escena. Una gigantografía de Evita con el pelo suelto y otra con la famosa foto del Che tomando mate se situaban a cada lado del escenario. Para el evento, se contrató a la misma empresa que hace más de un año atrás había montado un escenario igualmente imponente en el monumento de los españoles, en ocasión del acto de la Mesa de Enlace contra la política impositiva del gobierno frente a los productores agropecuarios. Ahora, dispuesto sobre la 9 de Julio, la estructura emergía alterando los humores ciudadanos. El periodista Sandro Piazzotti había estado toda la mañana alertando sobre el caos de tránsito que generaría el aluvión de manifestantes que llegaban desde las provincias a pleno centro. Se preguntaba si valían la pena los trastornos ocasionados mientras el país necesita trabajar. Era, sin lugar a dudas, otra maniobra más de la “derecha mediática” que intentaba empañar los festejos apelando a la iracundia urbana. ¿Por qué alguien que había trabado buenas relaciones con el progresismo por su denuncia de la represión y la corrupción en la década neoliberal, ahora resultaba ser un títere de los monopolios mediáticos? Como sea, no valía la pena detenerse en estas disquisiciones. Los organizadores confrontaban en los medios aliados. El periodista e intelectual Fernando Marrone y la periodista, antes dedicada a las cuestiones de género, Wanda Trusso, develaban los verdaderos intereses que movían a estos periodistas, mercenarios de las corporaciones. Los acusaban de racistas y de agitar el miedo frente a un acto histórico que buscaba reconciliar el estado nacional con los excluidos durante tantas décadas.



Veinticuatro horas antes del acto, la situación estalló en el propio ministerio. El sindicato oficialista Unión Personal Burocrático de la Nación (UPBN) tomó el edificio en demanda de “mejores condiciones laborales”, “igualdad de trato y oportunidad” y “pago de las horas extras adeudadas”. Su gremio oponente, con quién libraban una sorda batalla por ocupar espacios de poder, la Central de Agentes Estatales (CAE), no quiso quedarse al margen de la contienda. Sospechaban que si no accionaban rápidamente sus bases (fundamentalmente compuestas por estudiantes o egresados de la carrera de Trabajo Social, sin funciones directivas en el ministerio) los desbordarían. Reclamaban el “pasaje a Planta Permanente de todos los contratos precarios”. La ministra estaba desconsolada. Les gritó a los dirigentes: “cómo van a arruinar este homenaje a los luchadores populares”. El delegado de UPBN, que había declarado el estado de Asamblea Permanente, le contestó de inmediato: “me importan un carajo los luchadores populares, los trabajadores no podemos esperar más”. Algo más cautos, los representantes de la CAE dijeron: “si son de izquierda demuéstrenlo en los hechos y no simbólicamente”. La cosa se complicaba cada vez más. El ministerio estaría tomado al momento de la condecoración. La ministra llamó de inmediato a su jefe de gabinete, el Negro Nahuel Medina. Viejo referente del sindicalismo, se puso rápidamente manos a la obra. Su experiencia le indicaba que, en las últimas décadas, detrás de los lenguajes de derechos se escondían intereses algo más turbios. El conflicto se terminó resolviendo con la oferta de diez contratos de locación de obra para UPBN y cinco para CAE, y el compromiso de lugares destacados en el palco para sus dirigentes, la participación de los empleados en los festejos y dos francos compensatorios que alargarían el fin de semana. Asunto resuelto, aunque costoso para el ajustado presupuesto. A todos los que impugnaron el acuerdo alcanzado por su incierta sustentabilidad presupuestaria, Medina los tildó de “ajustistas neoliberales”. De esa manera, y con palabras sensibles, logró legitimar su negociación y encolumnar detrás de ella a todos en el ministerio.


Finalmente el día esperado llegó. 



Las columnas avanzaban lentamente. Lideradas por una decena de camionetas Mercedes Benz Sprinter 0 KM pertenecientes a la fundación “Insubordinación y Utopía”. En ellas estaba inscripta la leyenda “la verdadera lucha es revolución”. Nadie salía de su asombro por el crecimiento de la flota de la fundación. A un costado, sobre la calle Lima, se ubicaban los compañeros del sindicato de Camioneros, con sus pecheras verdes y los de Dragado y Balizamiento con otras pecheras amarillas que rezaban “Cecilio Conducción” en referencia al jefe de la CGT. Ambos sindicatos estaban a cargo de la preparación del gran locro popular que alimentaría a los manifestantes. Para ello dispusieron fogatas con grandes ollas donde, para horror de transeúntes y ciudadanos escandalizados, revolvían incesantemente el guisado con unos palos grandes. Al pasar las camionetas, los militantes gremiales se sonreían pensando para sí mismos: “la verdadera lucha es negociación…”.


Detrás de las camionetas venían marchando los organismos de derechos humanos, seguidos por la agrupación de Gays Travestis y Lesbianas que despertaban cierta sorna en los robustos cocineros. Más atrás, miles de indígenas de la agrupación Bartolina Sisa liderada por sus aguerridos dirigentes, avanzaba envuelta en banderas Wiphalas. Otros tantos manifestantes, pertenecientes a los movimientos Septiembres, Comunas a Pie y La Federación Popular de Trabajo y Bienestar cerraban las columnas. Todos ellos habían sido re-encuadrados dentro del programa de cooperativas “Buenos Aires Despierta”.


Sobre la calle Bernardo de Irigoyen una extensa columna de intelectuales se acercaba al escenario. Pertenecían al grupo Manifiesto Nacional y Popular, de enorme repercusión desde hacía algún tiempo. Marxistas, lacanianos, sartreanos, hegelianos, gramscianos, benjaminianos y spinozistas, habían logrado construir un grupo en la “diversidad”. Se proponían “renovar el lenguaje de la política” respecto a sus más rústicas enunciaciones, defender a “un gobierno popular elegido democráticamente” de las acciones golpistas de una “nueva derecha” que pivotea sobre los grandes conglomerados comunicacionales. Liderados por sus referentes, Arnaldo Loster, Gervasio Tapiales, Rogelio Zelaya, Sergio Tristán y Marcos Bigotti, quién a su vez operaba como enlace de los movimientos sociales, se abrían paso entre la multitud. Iban tomados del brazo, con los ojos empañados entre los aplausos. No podían creer lo que estaban experimentando. Agradecían profundamente la posibilidad que se les abrió a partir de este gobierno de volver a vivir esta alegría. Muchos de ellos refugiados en sus cátedras universitarias en los noventa, ahora regresaban para protagonizar un intenso activismo. “Volvió la política”, decían en sus manifiestos, y con ella las posibilidades de un nuevo vínculo entre intelectuales y trabajadores. Sus intervenciones colectivas las hacían a través de los manifiestos políticos que surgían de una nueva dinámica asamblearia. Otras veces, se podía conocer la mirada de alguno de sus integrantes los fines de semana en sus columnas de opinión publicada por los diarios más afines. Unas veces más poéticas, como por ejemplo aquella que festejaba el retorno de la “negritud” y su visibilidad en el espacio público, dando cuenta de las imponentes movilizaciones sindicales que expresaban la recuperación de las gestas de las horas históricas. Otras más incisivas en su crítica. Entre la muchedumbre, un obrero de Dragado y Balizamiento le acercó a Loster un pote de Locro. Acostumbrado a los restaurantes palermitanos, atendidos por delicados estudiantes de cine o profesoras de yoga, y no ya por los antiguos y antipáticos mozos del sindicato gastronómico, Loster no pudo contener las lágrimas. Lloraba desconsoladamente de emoción. El morocho operario, devenido dirigente y gourmet del evento, pasó su corpulento brazo por su espalda. Sus manos pesadas le dieron unas palmadas que sonaron fuerte al impactar sobre su campera de cuero marrón. “No es nada, ya pasó compañero…”. Sus palabras, lejos de aventar las lágrimas las multiplicaron.


Sólo se registraron un par de incidentes aislados en la, también bautizada por el canal oficial, “fiesta de los movimientos sociales”. El Ministerio de Control y Seguridad dispuso un amplio operativo, con sendos cordones policiales que protegían a los manifestantes. El comisario René Gómez, viejo gladiador de refriegas callejeras que había tenido cierta participación en los agitados días de 2001, no podía entender con facilidad por qué ahora los mandaban a custodiar a los que antes tenían que reprimir. “Es el gobierno de los zurdos”, pensó para sí mismo. Pero se encogió de hombros; poco importaba cuál fuera el “objetivo” pues los adicionales por horas extras no reconocían ideología y había negociado un buen paquete para toda la tropa. Sus intervenciones fueron muy precisas. En primer lugar cuando tres de pibes, a quiénes el comisario reconoció como pungas de la Estación Constitución, se infiltraron en las filas de los intelectuales. Su estética no coincidía con la de la columna del Manifiesto Nacional y Popular. Hubieran pasado desapercibidos en las filas de los movimientos desocupados, pero allí desataban las sospechas del agente a cargo del operativo. Cubiertos por las capuchas de sus camperas deportivas se movían anárquicamente sin estar encuadrados. El comisario los siguió hasta que quisieron consumar un arrebato y, junto a dos cabos que oficiaban de laderos, los aprendió en medio de la sorpresa de quienes se encontraban cerca. El otro incidente fue más delicado. En la plazoleta que divide la calle Irigoyen de la 9 de Julio, se alojaba un grupo de bolivianos liderados por Rigoberto Mamani, sindicado como jefe de los talleres textiles clandestinos. Habían bordado banderas con los símbolos de los movimientos sociales para vender en el acto. Cuando advirtió esa presencia, el gerente general de la fundación “Insubordinación y Utopía”, Claudio Lipesker, se les acercó con sus muchachos a increparlos directamente. No podía tolerar que le expropiaran el “merchandising” de su organización. “Qué hacen acá bolivianos de mierda! ¿Quién los mandó, el jefe de gobierno Fabricio Derqui?”. Ninguno de los que presenció el suceso salía de su asombro. Comenzaron a forcejear hasta que el comisario Gómez, quién también estaba arreglado con los puesteros que ofrecían gaseosas, garrapiñadas, gorros y bufandas, intervino llevando calma y llamando a la tolerancia. No dejaba de ser curioso que fuera él, en medio del gentío progresista, quién proclamara el respeto al “Otro”. “Son trabajadores que buscan su sustento”, decía. Finalmente los dispersó y tuvieron que irse con las banderas que habían preparado a la espera de mejores oportunidades para colocar la mercadería. El comisario habló con ellos y quedó en avisarles cuando hubiese otra marcha.


El acto seguía su curso. En el palco, además de funcionarios, sindicalistas y dirigentes sociales, había un nutrido grupo de empresarios. Juanito Mongio y Luis Carmona, otrora considerados como beneficiarios de la “patria contratista”, ahora representaban a los empresarios nacionales que sostenían un “modelo de desarrollo”, “crecimiento” y “equidad”. Sabían que podrían concretar unas jugosas operaciones vendiéndoles caños, maquinaria y accesorios a las cooperativas que desarrollaban viviendas y tuberías para los desechos cloacales. Ya habían trabajado con movimientos sociales en los barrios de Ezpeleta y Berazategui proveyendo los insumos para la construcción de cunetas y la limpieza de zanjas. Las posibilidades eran muy tentadoras. Aplaudían a rabiar cada vez que un dirigente era llamado por la ministra para entregarle su plaqueta de reconocimiento a la trayectoria de lucha. Finalmente, apareció la presidenta quién dio un discurso desde un atril con dos micrófonos que convergían desde uno y otro lado, según decían, para cuidar el perfil de la Jefa de Estado. Llamó a la “unidad de los sectores productivos”, contra los “capitales especuladores” y contra aquellos que quieren sólo dar “malas noticias”. Forjar una patria grande, como la que soñaron San Martín, Bolívar, Belgrano, Artigas y Moreno demandaba esfuerzos gigantes, pero también una lucha interpretativa por el “relato” de los acontecimientos presentes. A los discursos le siguieron las cumbias y las coplas norteñas ejecutadas por artistas populares especialmente contratados para la ocasión. El locro circulaba y el fervor acompañaba la fiesta.


Cuando todo terminó, el negro Nahuel Medina se fue a su casa. Se tiró en su sillón preferido mientras, tomando un whisky, repasaba la jornada. La presidenta lo había felicitado por la organización de todos los detalles. Pensó que eso le sumaría unos puntitos para heredar el puesto de la ministra cuando ésta sea candidata a gobernadora de su provincia. Recordó la heterogeneidad del acto, sus dirigentes, los empresarios, los funcionarios, las complejas negociaciones con la policía, con las empresas encargadas de la logística, con los artistas contratados y con los sindicatos del ministerio. No sabía si lo embargaba la alegría o la tristeza. Pensaba en todo lo que hay que hacer para lograr este reconocimiento a los compañeros. A aquellos que no están y a los que hoy recuperan sus banderas. Cansado, entre esos recuerdos, el negro se durmió con el vaso en la mano y sin terminar de comprender la complejidad de todo lo que había sucedido ese día.

SUSANA GOMERA